**Entrelazando Destinos en un Pueblo Pequeño**
En un pueblecito junto al río, donde los viejos olmos susurraban con el viento, Ana preparaba un puchero. El aroma de las especias llenaba la cocina, mientras el último sol se desvanecía tras la ventana. De repente, el silencio se rompió con el timbre del teléfono. Era su nieto, Arturo.
—Abuelita, ¡hola! ¿Os importa si paso mañana por casa? Pero no vendré solo… —Su voz ocultaba un misterio que le hizo a Ana contener el aliento.
—¡Claro que no! ¿Con quién vienes? —preguntó, mezclando curiosidad y un leve nerviosismo.
—Es una sorpresa —contestó él, picarón, antes de colgar.
Al día siguiente, llamaron a la puerta. Ana, secándose las manos en el pañuelo, corrió a abrir. En el umbral estaba Arturo y, a su lado, una chica desconocida con una sonrisa tímida.
—Abuela, esta es Lucía —presentó él, brillándole los ojos. Ana, al escuchar el nombre, se quedó petrificada, como si el tiempo se detuviera.
***
Los nietos solían llegar corriendo de la escuela. La mayor, Isabel, apenas pisaba la casa cuando gritaba:
—Abuelo, ¡las mates me traen de cabeza! ¿Me ayudas?
Gregorio, dejando el periódico, sonreía.
—¿Qué trampa te ha tendido el álgebra? Coge el cuaderno, que lo vemos. Mira, aquí está la ecuación, y aquí pasamos este término… ¿Lo ves? ¿Cómo lo resolverías? —Sus ojos brillaban de orgullo—. ¡Brava, Isabel! Lo has hecho sola. ¡Y decías que era difícil! Mi niña lista, y encima guapísima.
Gregorio admiraba a Isabel: ¡cuánto se parecía a Ana en su juventud! La misma chispa en la mirada, la misma terquedad, aunque le faltasen fuerzas. Sus mejillas arreboladas, la sonrisa… Igual que la de Ana cuando empezaban a salir.
—¿Echamos una partida a las damas? —le guiñó un ojo.
—Abuelo, la última vez me ganaste —respondió Isabel, dubitativa.
—¿Y por eso no jugamos más? Bueno, como quieras… —fingió resignación.
—¡No, vamos! ¿Dónde están las fichas? —Isabel ya desplegaba el tablero.— Elige, abuelo. ¡Ajá, las negras son mías! Hoy te gano, y luego tocamos la guitarra, ¿eh?
El pequeño Arturo, en cambio, siempre buscaba a Ana. A Gregorio le respetaba —era estricto, pero justo—.
—Abue, ayúdame con lengua, que me han puesto un cinco —susurraba, bajando la vista—. No le digas al abuelo, que lo corrijo, ¿vale? ¿Qué hay de cenar? ¿Cocido? ¡Me encanta! Abue, mírame cómo escribo, así me saldrá bien.
Ana se sentaba a su lado, observando cómo trazaba cada letra con esmero. Arturo era idéntico a Gregorio: la misma mirada vivaz, el mismo carácter decidido. A los cinco años ya sumaba y restaba como un adulto.
—¡Abuela, mira, me ha salido bien! —levantó el cuaderno—. ¡Bonito y limpio! Gracias a ti. —La abrazó—. ¿Sabes por qué vine solo? ¡Quería daros una sorpresa! Compré rosquillas para todos. Papá me dio dinero para el almuerzo, pero ahorré.
—¡Ay, qué bueno eres! Llama al abuelo y a Isabel, que cenamos y luego un té con tus rosquillas.
—Espera, abue, tengo un secreto —susurró, acercándose—. Me gusta una chica de clase, Lucía. Quiero regalarle un perfume, es su sueño. Estoy ahorrando.
—¿En serio, cariño? ¿Y ella es tu amiga?
—No, abue, yo aún soy un crío —suspiró.
—¿Es mayor? Sois compañeros.
—No, yo tengo diez y ella nueve y medio. Pero es más alta, abuela, mucho más. Si le doy el perfume, quizá se enamore de mí.
Ana sonrió:
—¡Claro que sí! Eres un chico estupendo. La altura se arregla, ya juegas al baloncesto. El abuelo y yo te ayudamos con el perfume, no te preocupes. ¡Ahora llama a todos a la mesa!
***
El tiempo vuela sin piedad. Isabel terminó el instituto y se marchó a estudiar a otra ciudad. Arturo estaba en su último año, entre exámenes y entrenamientos. Pero cada semana visitaba a sus abuelos. Ya era alto, fuerte, como Gregorio en su juventud.
Ayer llamó, emocionado:
—Abuela, ¿os importa si paso mañana? Vendré con alguien… ¡Es una sorpresa!
—Viene con novia, lo presiento —susurró Ana a Gregorio al colgar.
—Pues ponte tu vestido azul, que en él pareces una chiquilla. Yo me pondré la camisa buena con los vaqueros. Hay que dar la talla, ¡que aún tenemos fuelle! —le guiñó.
Al día siguiente, llamaron a la puerta al mediodía. Ana corrió a abrir.
—¡Arturo! —exclamó.
—Abuela, abuelo, os presento a Lucía —dijo él, ruborizándose, pero feliz. A su lado, una chica alta y delicada sonreía con calidez.
—Es más alta que Arturo —pensó Ana.
—Esto es para vosotros —dijo Lucía, entregando una cajita—. Arturo me contó que fue vuestro aniversario.
Ana abrió el regalo: su perfume favorito, el mismo que Gregorio le regaló cuando empezaban a salir. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Y esto, rosquillas —dijo Arturo, alargando una bolsa—. ¿Te acuerdas, abue?
—Pasad, vamos a comer y luego tomamos el té. ¡Gracias por el perfume, es muy especial! —Ana miró a Gregorio—. ¿Lo ves, Gregorio?
El abuelo sonrió, cómplice, cambiando una mirada con Arturo. Estaba claro: habían tramado esto juntos.
***
En la mesa, Arturo contaba anécdotas, Lucía reía, mirándole con cariño. Ana recordó cuando Gregorio la cortejaba. Él era más bajito, y al principio le daba vergüenza. Pero una vez, en la estación, alguien gritó: «¡Hay un niño en las vías!». La gente se agolpaba, pero Gregorio, sin dudar, saltó al vacío entre el andén y el tren. Sacó a la niña aterrorizada, y su madre, llorando, les abrazó. Desde ese día, Ana dejó de fijarse en su altura. Su hombre era un héroe.
Pronto Isabel volvería de vacaciones, quizá también con alguien. Habría que reunirlos a todos —hija, yerno, nietos—. Era su aniversario de boda. Sí, los años pasan, a veces duele su rapidez. Pero bajo este cielo caminan sus hijos y nietos, con sus mismos ojos y sonrisas. Cantan sus canciones, leen sus libros, sorprendidos de que a los abuelos también les gustasen.
Llevan un pedazo de su alma. Y eso no es solo un premio, es una dicha inmensa, un regalo del cielo.