La sombra antes de la felicidad

La Sombra en la Víspera de la Felicidad

En un tranquilo pueblo al pie de las colinas, donde la niebla cubría los campos al amanecer, Lucía celebraba su despedida de soltera rodeada de amigas. Al día siguiente, se convertiría en la esposa de su prometido, Javier. La fiesta estaba en su apogeo: champán, risas y música. De pronto, llamaron a la puerta. Lucía, ajustándose el vestido, fue a abrir.

—Buenas noches— dijo una mujer mayor con voz suave y algo culpable. Su rostro, marcado por las arrugas, le resultaba vagamente familiar.
—Buenas noches— respondió Lucía, mientras el silencio se volvía tenso. Esperaba a que la desconocida continuara.
—He venido a advertirte: no te cases con Javier— soltó la visitante de golpe, clavando en Lucía una mirada intensa como brasas.
—¿Qué? ¿Por qué?— preguntó Lucía, desconcertada, sin comprender lo que ocurría.

La víspera de la boda, sus amigas habían organizado la despedida como era costumbre. Lucía vivía desde hacía años en una pequeña casa en las afueras del pueblo, heredada de su abuela. Era humilde pero acogedora, con suelos de madera y ventanas que enmarcaban viejos olmos. Aunque el trabajo le quedaba a una hora de camino, no se quejaba. Allí el aire olía a tomillo, peras maduras y rocío mañanero. Por las mañanas susurraban las hojas, por las tardes cantaban los grillos, y esa vida sencilla llenaba su alma de una paz que la ciudad le arrebataba.

Sus amigas propusieron celebrar en un club de moda, pero Lucía insistió en quedarse en casa. No era solo una despedida de soltera, sino también de su refugio, de ese rincón de calma.

Javier, su prometido, se negaba rotundamente a vivir lejos del centro. “Cuando nos retiremos, quizá— decía—, pero ahora no pienso perder horas en el coche. ¿Qué tiene de bueno este lugar? ¡Es un aburrimiento!”

Lucía asentía en silencio. La casa seguiría ahí, volvería los fines de semana. Pero sus visiones de la vida chocaban a menudo: discutían por lo pequeño y lo grande: gastos, vacaciones, cómo criar a sus futuros hijos. Javier siempre era el primero en hacer las paces, llevándole flores, invitándola a cafés, jurándole amor. Sus sentimientos eran intensos, impetuosos, como una tormenta de verano.

¿Amaba Lucía a Javier? Ahuyentaba esos pensamientos. Cuando lo reflexionaba, en lugar de emoción, sentía un vacío helado que lo devoraba todo: sus libros antiguos, el té de menta en su taza favorita de flores, incluso su gato, ronroneando en su regazo. Le daba miedo. Claro, solo eran imaginaciones, pero tan vívidas que le erizaban la piel.

Lucía no amaba a Javier. Pero se casaría igual. Era diez años mayor, exitoso, seguro. “Con él no pasarás necesidad— susurraban las amigas—”. Lucía asentía ocultando dudas. Y llegó el día: el vestido blanco colgaba en el armario, seductor y aterrador. Hoy, champán y risas; mañana, votos ante el altar.

Entre el bullicio, Lucía apenas oyó el golpe en la puerta. Pensó que eran imaginaciones, pero se repitió. No esperaban a nadie más. Corrió a abrir.

—Buenas noches— dijo la anciana. Parecía una maestra de otro tiempo: pelo gris recogido, jersey oscuro sobre blusa, falda larga y zapatos gastados. Pero sus ojos, grises y penetrantes, miraban como si atravesaran el alma.

—Buenas noches— respondió Lucía, esperando.

—Llámame Doña Carmen. Soy la madre de Antonio— se presentó.

—¿Le ha pasado algo a Antonio? ¿O a Pablo?— preguntó Lucía, alarmada. Antonio era su vecino; Pablo, su hijo. Su esposa los había abandonado años atrás, dejándole deudas. Antonio no se hundió: trabajó, crió a Pablo con firmeza pero cariño. Lucía les ayudaba como vecina: les llevaba bizcochos, libros para Pablo, plantó flores bajo su ventana. Antonio, en agradecimiento, arreglaba su valla o estanterías. Pablo la invitaba a pasear, juntos recogían moras para mermelada, que luego compartían. Sabía que Antonio tenía madre, pero vivía en otro pueblo y apenas visitaba.

—No, con ellos todo está bien— calmó Doña Carmen, alzando sus manos delgadas—. Y gracias a ti, Lucía. Sé lo que haces por ellos. Vine hoy y quise agradecértelo.

—No es nada— se ruborizó Lucía—. Cosas de vecinos…

—Por eso doy las gracias— interrumpió la anciana, con un tono firme—. No te enfades, Lucía. Soy vieja, pero veo la verdad. No te cases con Javier.

—¿Perdón?— Lucía se quedó paralizada—. ¿Cómo sabe de Javier? ¿Por qué dice eso?— De pronto lo entendió—. ¡Oh, no estoy enamorada de Antonio! ¡Solo somos amigos!— se rio nerviosa.

—Eso ya lo sé— contestó Doña Carmen con calma—. Y sé que te equivocas. Javier no es tu destino. Con él no habrá felicidad. Espera un poco, encontrarás al tuyo: se llama Alejandro.

Lucía movía los pies inquieta, evitando su mirada. Tras ella, las amigas reían, alguien cantaba desafinado. Pero en el umbral, el tiempo parecía haberse detenido.

—No lo entiendo— susurró Lucía.

—Eché las cartas— dijo la anciana—. No mienten. Mañana no vayas al altar. Es mi agradecimiento—. Dio media vuelta y caminó hacia la casa vecina.

“Qué brujería”, pensó Lucía. La siguió con la mirada, sacudió la cabeza y volvió con sus amigas.

La boda fue lujosa. Los invitados festejaron, pero la felicidad no llegó. Javier se volvió irritable, llegaba tarde, olía a alcohol. Lucía discutía, callaba… nada cambiaba. Se ausentaba más. Tras tres años, ella se hartó. Empacó, tomó a su gato y regresó a la casa de su abuela. La recibió el aroma a hierbas y silencio.

Sobre la puerta colgaban ramitos de romero atados con hilo. “Contra malos espíritus”, explicó Antonio, sonriendo tímido. Su casa ahora resonaba con risas: se había casado de nuevo, tenían un bebé. Lucía saludó y entró.

Esa noche, con su taza de té, recordó la despedida y las palabras de Doña Carmen. Las había ignorado, pero ahora reflexionaba. De pronto, su teléfono brilló: un mensaje en redes. Hacía meses que no entraba.

—Hola, ¡por fin te encontré! Cambiaste de apellido, me costó— decía Alejandro Morales.

Lucía abrió su perfil y se quedó sin aliento. Crecieron juntos, pasando veranos con sus abuelas. De niños, plantaban tomates, pescaban, hacían coronas de flores. Alejandro la defendía de perros callejeros; ella le enseñó a andar en bici. Luego, la vida los separó. Él se fue al ejército, se quedó sirviendo. La casa de su abuela quedó vacía, cubierta de maleza.

—Hola— respondió. Hablaron hasta el amanecer, recordando infancia, riendo de sus travesuras. Alejandro dejó el ejército, volvía al pueblo para restaurar la casa familiar. No tenía familia. Lucía le contó de su matrimonio fallido, de su regreso.

La profecía de Doña Carmen se cumplió. Alejandro se convirtió en su esposo. Esta vezY así, entre risas y el aroma del romero al sol, Lucía aprendió que a veces el destino susurra antes de gritar, y que la verdadera felicidad no se fuerza, sino que se encuentra al volver a casa.

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