Sombras de la traición: el camino hacia la nueva felicidad

**Sombras de traición: camino a una nueva felicidad**

Isabel solía viajar por trabajo. Una vez al mes, partía durante dos o tres días hacia la sede central de la empresa en una ciudad vecina. Javier estaba acostumbrado a su ausencia y no se quejaba. Trabajaban en empresas distintas, se veían por las tardes, pasaban juntos los fines de semana—aunque no siempre. Javier tenía un hobby: la caza. Solía irse al campo con sus amigos. Isabel nunca protestaba, entendiendo que su marido necesitaba su espacio.

Llevaban veinticuatro años juntos, confiando el uno en el otro sin cuestionar. Su hija se había casado recientemente y se mudó con su esposo a otra ciudad. Isabel, en su soledad, leía o salía con amigas. En su hogar reinaban la paz y la calma; ella era complaciente, evitaba peleas y sofocaba los conflictos antes de que crecieran. A Javier le encantaba esa estabilidad.

Pero hay un momento en la vida de algunos hombres en el que, como dice el refrán, *”el diablo se les mete en el cuerpo”*. Y a Javier le llegó ese instante. Se enamoró de una compañera de trabajo, Verónica—diez años menor, soltera, vibrante y sociable. Ella se integró rápidamente en la oficina, haciéndose amiga de todos, y puso sus ojos en Javier. Entre todos los hombres, él lucía el más seguro, elegante y, como por casualidad, siempre terminaba cerca de ella.

Los compañeros, al notar el romance incipiente, se sorprendieron: Javier tenía fama de ser un hombre de familia. ¡Pero estaba perdidamente enamorado como un adolescente! Susurraban entre ellos, diciéndole a Verónica que Javier tenía una esposa que lo quería. Pero ella solo se encogía de hombros. Verónica era de esas mujeres que persiguen a hombres casados, creyéndolos presa fácil. Ya tenía experiencia: en su trabajo anterior, se vio envuelta en un escándalo con la esposa del jefe, quien la recibió con palabras *muy claras*.

Javier, que nunca había engañado a Isabel, perdió la cabeza. A sus cuarenta y siete años, se sentía en la cima de su virilidad. Acostumbrado a vivir sin tapujos, admiraba abiertamente a Verónica. Los fines de semana desaparecía, excusándose con sus salidas de caza. Isabel empezó a sospechar hasta que un día, bromeando, le preguntó: “Javier, ¿qué pasa que nunca estás en casa los fines de semana? ¿No habrás encontrado a alguien, cariño?”

“¡Qué dices, Isa! —se rió él—. Ya sabes que los amigos me llaman.”

Durante seis meses, Javier llevó una doble vida. Verónica lo atraía cada vez más, pasaban más tiempo juntos, incluso la llevaba a casa cuando Isabel no estaba. Un día, ella regresó de un viaje de trabajo de buen humor: el informe estaba aprobado, el proyecto salió bien, y volvía un día antes. Su coche plateado deslizaba suavemente por la carretera, con música suave de fondo.

“Mañana no voy a trabajar —pensó—. Era viernes, yo debía llegar mañana. Compraré vino, pasaremos la tarde juntos. Aunque seguro que se escapa otra vez a cazar.”

Al abrir la puerta, vio los zapatos de Javier y unos tacones de mujer. “¿Habrá venido mi hija?” —brotó un rayo de esperanza. Pero al entrar en el salón, se paralizó. En el sofá, una joven en una bata corta la miraba con descaro mientras Javier salía del dormitorio, abrochándose la camisa.

“¿Isa? ¿Qué haces aquí? Dijiste que volvías mañana…” —balbuceó él.

“Pues he venido hoy —respondió ella, fría como el mármol—. ¿Qué es esto? ¿Quién es ella?”

“Buenas tardes, soy Verónica —intervino la joven—. Trabajo con Javier, vine por un asunto…”

“¿Un asunto? ¿Vestida así?” —Isabel dio media vuelta y, tras golpear la puerta, salió corriendo.

Al llegar al coche, rompió a llorar. Su mundo se derrumbaba. No podía creer que se había convertido en la esposa engañada. Había oído historias así, pero jamás pensó que le tocaría a ella. Ahora, la traición la miraba a la cara.

“¡Y pensar que era Javier! —rumió, furiosa—. Y yo, ingenua, confiaba. ¿Cuánto llevará así? Seguro no es la primera vez, si hasta la trajo a casa.”

Pasó la noche en casa de su madre. A la mañana siguiente, compró una nueva cerradura y pidió a su yerno que la instalara. Recogió las cosas de Javier en una maleta y las dejó en la entrada. Toda la noche reflexionó hasta decidir el divorcio. Conociendo a Javier, no quería escuchar sus excusas—él siempre supo convencerla.

Esa tarde, lo esperó en la puerta. Mientras él forcejeaba con la llave, Isabel sacó la maleta y bloqueó el paso. “Toma tus cosas y vete. No quiero verte. Me conoces: no perdono. Podría habértelo pasado si fuese un lío ocasional, ¡pero la trajiste a nuestro dormitorio! Nos vemos en el juzgado.” La puerta se cerró de golpe.

Javier suplicó: “Isa, ¡escúchame, te lo explico! Perdóname, no sé qué me pasó.” Pero ella fue inflexible. La esperó afuera de la casa, del trabajo, de la casa de su madre o de sus amigas—Isabel no cedió. En el divorcio, él intentó disculparse una última vez, pero solo encontró una mirada helada.

Con Verónica, la relación se apagó poco a poco. Javier se volvió irritable, y ella no tuvo paciencia. Pronto, Verónica anunció que esperaba un hijo. “¿Qué hijo? —se burló él—. Casi tengo cincuenta, no aguanto lloros nocturnos. Solo quiero tranquilidad.”

“Habla lo que quieras, voy a tenerlo —cortó ella—. Yo lo quiero. Si no lo aceptas, paga la pensión y yo me ocuparé.”

A Javier no le quedó más que criar al niño y vivir con Verónica, quien cada día exigía más. Cuando su hijo cumplió tres años, soñaba con escapar. Sus amigos le decían: “No encontrarás otra como Isabel.” Y él lamentaba su error.

Isabel pasó cinco años sola. Superó el dolor, dejó ir el rencor. Una amiga le insistía: “Isa, cásate de nuevo, ¡aunque sea por fastidiar a Javier! No puedes estar sola, déjanos buscarte alguien. Le diré a mi marido que pregunte entre sus conocidos.”

“No necesito a nadie —respondía ella—. Temo volver a decepcionarme.”

Mentía. La soledad le pesaba, pero no quería admitirlo. Decidió que no buscaría compañía por desesperación—el vacío no se llena con prisas. Prefería vivir para sí misma y los suyos, aunque estuvieran lejos.

Una noche, el dolor de muelas no la dejó dormir. A la mañana, fue al dentista. La clínica estaba llena. En recepción, la mandaron a un consultorio donde el médico, tras examinarla, dijo: “Parece la muela del juicio. La sabiduría llega cuando debe. Necesitamos una radiografía.”

La sala de rayos X estaba abarrotada. Tras la placa, le pidieron esperar en el pasillo. Quince minutos después, una enfermera llevó las imágenes, asintiendo: “Venga.” Isabel la siguió. En el consultorio había dos dentistas: uno joven y otro mayor. El más veterano la invitó al sillón.

Al mirar la radiografía, frunció el ceño: “A ver, extraemos la segunda y la cuarta… Espera, no entiendo. No tiene nada.”

Isabel respiró aliviada: “Me dijeron que era la muela del juicio.”

El dentista revisó laEl dentista comparó la placa nuevamente: “¿Su apellido?” “Gutiérrez,” respondió ella. “Pero aquí dice Gutiérrez-López,” aclaró él, y en ese momento, desde la silla contigua, una voz murmuró: “Esa radiografía es mía,” mientras el destino, con una sonrisa cómplice, tejía un nuevo comienzo para Isabel.

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