«Hijo, tendrás una casa. Pero, por favor, cuida de tu hermana enferma. No la abandones», susurró la madre con voz débil.
—Escúchame, hijo…— exhaló casi sin aliento.
Cada palabra le costaba un mundo. La enfermedad le robaba la vida sin piedad. Estaba en la cama, demacrada, casi transparente. A Javier le parecía que no era su madre. Antes era alta, llena de energía, con una sonrisa cálida. Pero ahora…
—Hijo, te lo suplico, no dejes a Lucía… Hay que protegerla. Es diferente, pero es nuestra… Prométemelo…— y, de pronto, apretó la mano de Javier con una fuerza inesperada. ¿De dónde sacaba esas fuerzas?, pensó él.
Javier hizo una mueca. Su mirada se desvió hacia su hermana mayor, Lucía, sentada en un rincón de su pequeño piso en Zaragoza. Pasaba de los cuarenta y aún jugaba con una muñeca, tarareando algo ininteligible. Sonreía como si la esperara una fiesta, no la despedida de su madre moribunda.
Javier tenía una vida exitosa: su propia constructora, un todoterreno de lujo, una casa amplia a orillas del Ebro. Pero en esa casa no había sitio para Lucía. Sus hijos se asustaban con sus rarezas, y su mujer, Ana, la llamaba «la loca». Aunque Lucía era tranquila, inofensiva, nunca molestaba a nadie.
—Bueno… ya sabes… tengo familia… y Lucía… es que…— masculló Javier, intentando soltar su mano del débil pero firme agarre de su madre.
—Hijo, la casa de tu padre será tuya… Y para Lucía he dejado un piso de tres habitaciones. Todo está legalizado.
—¿De dónde has sacado el dinero?— Javier y Ana se miraron, atónitos. Hasta se les iluminó la cara con la noticia.
—Cuidé a una profesora mayor… Le llevaba comida, medicinas… Me daba pena, era muy buena. Nunca pensé que me dejaría su piso. Lo puse a nombre de Lucía, para que tuviera su propio hogar. Pero tú… tú vigílala, por favor… Luego ese piso será para tus hijos o nietos… Quién sabe cuánto vivirá…
Se despidieron de la madre. Esa misma noche falleció.
Lucía, al parecer, no entendió que se había quedado huérfana. Javier la llevó a su casa y empezó a reformar el piso de tres habitaciones.
—¿Para qué necesita Lucía un piso tan grande? Que se quede con nosotros. Y el piso lo alquilamos— le explicó entusiasmado a Ana.
Al principio, Ana no protestó. Lucía no daba problemas: se pasaba el día jugando con muñecas o ordenando sus cosas en el armario, siempre sonriendo. Pero su rareza asustaba. «Hoy está tranquila, ¿pero mañana?», le susurraba Ana a su marido.
—Aguanta un poco— le pedía Javier. Pero, a los seis meses de la muerte de su madre, con ayuda de un notario amigo, transfirió a su nombre tanto la casa paterna como el piso de su hermana. Convenció a Lucía para que firmara unos papeles sin explicarle nada.
Desde entonces, la vida de su hermana se convirtió en un infierno.
Cuando Javier trabajaba, Ana maltrataba a Lucía. La insultaba, la encerraba todo el día, ni siquiera la dejaba salir en verano. A veces, en vez de comida, le ponía un plato de pienso para gatos, le gritaba hasta hacerla llorar. Una vez, Ana le dio una bofetada. Lucía se asustó tanto que… se orinó.
—¿No solo estás loca, sino que además te me—¡No solo estás loca, sino que encima te meas encima! ¡Fuera de mi casa, no te aguanto más! —gritó Ana mientras echaba a Lucía a la calle con sus pertenencias metidas en una bolsa de basura.