**La Sombra en la Víspera de la Felicidad**
En un tranquilo pueblo al pie de las colinas, donde el amanecer cubría el valle con un manto de niebla, Lucía celebraba su despedida de soltera rodeada de amigas. Al día siguiente se casaría con su prometido, Manuel. La fiesta estaba en su apogeo: risas, brindis y música llenaban el aire. De pronto, llamaron a la puerta. Lucía, ajustándose el vestido, fue a abrir.
—Buenas noches —dijo una anciana con voz suave y algo culpable. Su rostro arrugado le resultaba vagamente familiar.
—Buenas noches —contestó Lucía, mientras una tensión extraña se apoderaba del ambiente. Esperó a que la desconocida continuara.
—Vine a advertirte: no te cases con Manuel —soltó la mujer, y sus ojos, como brasas, clavaron su mirada en Lucía.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Lucía, desconcertada.
—
La noche anterior a la boda, sus amigas le habían organizado la despedida como era costumbre. Lucía vivía en una pequeña casa en las afueras, heredada de su abuela. Era humilde pero acogedora, con suelos de madera y ventanas que daban a unos viejos olmos. Aunque el trabajo quedaba a una hora de camino, nunca se quejó. Allí el aire olía a tomillo, a peras maduras y al rocío de la mañana. Las hojas susurraban al viento, los grillos cantaban al anochecer, y esa vida sencilla le daba una paz que la ciudad jamás le ofreció.
Sus amigas propusieron celebrar en un club o restaurante, pero Lucía insistió en quedarse en casa. No era solo una despedida de soltera, sino también de su refugio, de ese rincón de calma.
Manuel, su prometido, se negaba a vivir fuera de la ciudad. «Quizá cuando nos jubilemos —decía—, pero ahora no pienso perder medio día en desplazamientos. ¡Qué hay de bueno en ese páramo!»
Lucía asentía en silencio. La casa seguiría allí, podría visitarla los fines de semana. Pero sus visiones de la vida chocaban. Discutían por cosas pequeñas y grandes: cómo gastar dinero, dónde viajar, cómo educar a sus futuros hijos. Manuel siempre era el primero en hacer las paces, llegaba con flores, la invitaba a cenar, juraba amarla. Su amor era intenso, impetuoso, como un aguacero de verano.
¿Amaba Lucía a Manuel? Ahuyentaba esos pensamientos. Cuando indagaba en sus sentimientos, encontraba solo un vacío frío, un abismo que devoraba todo lo que amaba: sus libros viejos, el té de menta en su taza favorita, incluso su gato, que ronroneaba en su regazo. Eso la aterraba. Sabía que eran solo imaginaciones, pero le parecían tan reales que se le erizaba la piel.
Lucía no amaba a Manuel. Sin embargo, se casaría con él. Era diez años mayor, exitoso, seguro. «Con él no te faltará nada», murmuraban sus amigas. Lucía asentía, ocultando sus dudas. El día de la boda llegó. El vestido blanco colgaba en el armario, tentador y aterrador. Hoy era champán, fresas y risas; mañana, un juramento ante el altar.
Entre el bullicio, Lucía apenas oyó el golpe en la puerta. Pensó que era su imaginación, pero se repitió. No esperaban a nadie más. Se apresuró a abrir.
—Buenas noches —dijo la anciana, vestida austeramente, como una maestra de otra época. Sus ojos grises, penetrantes, parecían ver más allá.
—Buenas noches —repitió Lucía, esperando.
—Soy doña Carmen, la madre de Javier Montes —se presentó.
—¿Le ha pasado algo a Javier? ¿O a Adrián? —preguntó Lucía, alarmada. Javier era su vecino, un viudo que criaba solo a su hijo, Adrián. Lucía les ayudaba: les llevaba bizcochos, prestaba libros al niño y plantaba margaritas bajo su ventana. Javier, en agradecimiento, arreglaba su cerca o montaba estanterías. Adrián la invitaba a pasear, juntos recogían moras para hacer mermelada.
—No, están bien —replicó doña Carmen—. Y en parte gracias a ti. Vine a agradecerte.
—No es nada —respondió Lucía, ruborizándose—. Son vecinos…
—Por eso te lo digo —la interrumpió la anciana, y su voz se volvió firme—. No te cases con Manuel. —Sus ojos oscurecieron, clavándose en Lucía.
—¿Cómo sabe usted de Manuel? ¿Por qué dice eso? —balbuceó Lucía, confundida—. ¡Ah! No, no estoy enamorada de Javier, solo somos amigos.
—Lo sé —contestó doña Carmen con calma—. Pero estás cometiendo un error. Manuel no es tu destino. No serás feliz con él. Espera un poco más; tu hombre se llama Alejandro.
Lucía se removió incómoda, evitando su mirada. Detrás, sus amigas reían, alguien cantaba desafinado, pero en ese instante, el tiempo pareció detenerse.
—No entiendo —murmuró.
—Consulté las cartas —susurró la anciana—. No mienten. No vayas mañana a la iglesia. Es mi agradecimiento. —Dio media vuelta y se alejó hacia la casa de su hijo.
«Más que maestra, una bruja», pensó Lucía. Sacudió la cabeza y volvió con sus amigas.
La boda fue espléndida, pero la felicidad no llegó. Manuel se volvió irritable, llegaba tarde, olía a alcohol. Lucía discutía, lloraba, callaba… Nada cambiaba. Tres años después, cansada, recogió sus cosas, tomó a su gato y regresó a la casa de su abuela. La recibió el aroma a hierbas y el silencio.
Sobre la puerta colgaban ramos de ruda. «Aleja las malas energías», le explicó Javier, sonriendo. Su casa ahora resonaba con la risa de su nueva esposa y los pasos de su pequeño hijo. Lucía saludó y entró en su hogar.
Esa noche, con una taza de té, recordó las palabras de doña Carmen. Entonces las había despreciado, pero ahora cobraban sentido. Su teléfono vibró: un mensaje en redes sociales.
—¡Hola! Al fin te encontré. Cambiaste de apellido, costó dar contigo —decía Alejandro Robles.
Lucía abrió su perfil y contuvo el aliento. Habían crecido juntos, veraneando en el pueblo. De niños, cultivaban la huerta, pescaban en el río y tejían coronas de flores. Alejandro la defendía de los perros callejeros; ella le enseñó a montar en bicicleta. Luego, sus caminos se separaron. Él se alistó en el ejército, su casa quedó abandonada.
—Hola —respondió. Hablaron hasta el amanecer, recordando viejas travesuras. Alejandro dejaba el servicio y volvía al pueblo, dispuesto a reconstruir la casa de su abuela. No tenía familia. Lucía le contó de su matrimonio fallido y su regreso.
La profecía de doña Carmen se cumplió. Alejandro se convirtió en su esposo. Esta vez, Lucía se casó por amor, segura de que el futuro solo guardaba felicidad, con el aroma a hierba fresca y rocío matinal.
**Moraleja:** A veces, el corazón sabe la verdad antes que la razón. Escuchar esa voz interior puede llevarnos al amor verdadero, incluso cuando las apariencias engañan.