Amor que nunca existió

**El amor que nunca fue**

El autobús se detuvo en un cruce del centro de Salamanca cuando Adrián vio sus labios. La chica apartaba de su manga un copo de diente de león. Ese leve movimiento de su boca, como si besara el viento, lo golpeó como un rayo de sol en una habitación oscura:

—Serás mi esposa— soltó ante la desconocida, sin entender por qué en sus ojos castaños se reflejó de repente toda su vida.

Ella se volvió lentamente, su mirada no era de miedo, sino fría, como si evaluara no a un hombre, sino un lienzo agrietado:

—Estás loco.

—Seré el mejor marido. Acepta.

Se rió, mostrando unos dientes levemente irregulares:

—¿Por qué iba a hacerlo? No te conozco.

—Entonces conozcámonos. Volvamos a vernos— hizo una reverencia teatral, sin darle opción a negarse—. Adrián, ingeniero con grandes proyectos. Encantado.

—Lucía— respondió ella, como en un sueño—. Pintora. Quizá famosa, quizá no.

—La pareja perfecta: técnico y soñadora— sonrió él—. Nos complementaremos.

—No, gracias— cortó ella—. Ya estoy completa.

—Por eso me enamoré de ti— Adrián sintió el corazón acelerarse—. Te espero mañana a las ocho en la fuente del parque. Prometo una noche que no olvidarás.

A Lucía no le gustó. No pensaba ir. Pero a la mañana siguiente, contándole a su amiga, soltó cómo un extraño le había pedido matrimonio prometiéndole amor eterno.

—¿Y le dijiste que no?— exclamó la amiga—. ¡Pero qué haces! Hay que aprovechar cuando alguien se enamora a primera vista. ¡A lo mejor es rico! Podrías divertirte a su costa.

—Me espera esta noche— se encogió de hombros Lucía—. ¿Quieres venir? Así vemos cuán generoso es. Yo sola no aguanto, es tan aburrido.

—¡Claro que vamos!

No se quedó en una sola noche. Adrián se pegó a ellas como una sombra. No reparaba en gastos ni en tiempo para las dos estudiantes de la escuela de arte. Sabía lo que querían las jóvenes: entradas de cine, cafeterías acogedoras, pinturas caras, pinceles de calidad. Él, ingeniero con una década de experiencia, trabajaba en una empresa de nuevas tecnologías y podía permitírselo.

Lucía no ocultaba su indiferencia. Decía abiertamente que salía con él por aburrimiento, hasta encontrara el amor verdadero. En otro. En resumen, le hacía un favor.

Adrián la miraba como a una niña caprichosa y, tras cada cita, repetía:

—Serás mi esposa.

Ella se reía. ¿Quién querría como esposa a alguien que mira a otros? Pero él no cedía. No la cortejaba, la asediaba.

La esperaba tras clase, la llevaba a exposiciones, le regalaba joyas, memorizaba sus costumbres. Rastreaba a sus pretendientes y los “eliminaba” (a uno lo “golpearon por casualidad” en un callejón). Llamaba a su madre: “Su hija merece algo mejor que esos chiquillos”.

Lucía se enfurecía, gritaba que no era su propiedad y que vivían en el siglo XXI. Por despecho, salía con chicos de su edad. Uno de su curso le gustaba, pero era pobre. Un estudiante de filología de familia adinerada la miraba con desdén. Un músico del barrio la amó con pasión, pero a la semana ya corría detrás de otra.

Tras cada decepción, Adrián aparecía como un fantasma:

—Te lo dije, no eran para ti.

Su madre pronto tomó su partido. Cuando Lucía protestaba y cortaba el contacto, suspiraba: “No entiendo por qué te resistes. El matrimonio no es pasión. Él te quiere, y con un hombre así nunca pasarás necesidad”.

—Hoy hay jazz— le tendía entradas cuando ella se preparaba para una cita con otro admirador.

—No te merece— decía una semana después, cuando ese chico desaparecía de su vida.

Lucía no preguntaba cómo lo lograba. En el fondo, su obsesión la conmovía, como en esas novelas antiguas donde la heroína vale la pena por la que luchar.

—Cásate conmigo— le dijo por centésima vez, ofreciéndole una rama de flor de almendro, su favorita—. Me han dado un terreno. Construiremos una casa, tendrás tu taller.

—No te quiero— exhaló—. No puedo. Lo siento.

—Aún no lo has intentado. Seré quien necesites para amar.

De pronto, sintió cansancio, no de él, sino de sí misma. De buscar a alguien que, empezaba a sospechar con sus veintiséis años, simplemente no existía. Todas sus “opciones” se desvanecían como arena. ¿Tal vez su madre tenía razón y era hora de rendirse?

—Bien— dijo. Su rostro brilló de alegría como si viera la luz al final del túnel.

Fue el marido perfecto. Flores sin reproches, estanterías construidas, reformas según sus bocetos, halagos frente a los invitados. Pero el dormitorio se convirtió en una obligación (“Ven, cariño, te he echado de menos”). Los hijos no llegaban.

Lucía no vivía. Soportaba su amor. No se acostumbraba a sus besos repentinos en la nuca mientras cortaba ensalada.

Sus amigas envidiaban, pero ella quería gritar: “¡Lleváoslo!”. Su matrimonio era como una obra donde interpretaba a la esposa feliz.

No discutían, no había motivo. Una vez, Lucía estrelló contra la pared una figurita que le regaló su suegra. Adrián ni parpadeó:

—No importa, amor, la pegaremos.

Entendió que no la soltaría. Compró un billete de tren, hizo la maleta. Pero él llegó con un gatito siamés del que ella siempre había hablado:

—Estás tan triste… Quizá él ayude.

Lucía se quedó.

El billete lo encontró años después, dentro de un libro. Lo entendió todo. En la cena, preguntó:

—¿Por qué sigues aquí? Si quieres irte, no te retengo.

—Porque…— buscó las palabras— la soledad da más miedo.

Adrián sonrió, creyendo que era amor.

Pero Lucía sabía la verdad: se había acostumbrado a su cuidado y temía que él fuera el único capaz de quererla.

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