En un pueblecito costero donde las gaviotas gritaban sobre las olas, Lucía pasó todo el día trajinando en la cocina. Preparó una cena con olor a marisco: besugo al horno, patatas con hierbas aromáticas y hasta hizo su postre favorito, un milhojas. Cansada pero contenta, arregló la mesa, puso un mantel blanco y se sentó a esperar a su marido, Javier. El corazón le latía más rápido de lo normal—hoy tenía que hablar con él de algo importante. Al fin, la llave giró en la cerradura y apareció Javier en el umbral.
—¡Hola, mi vida! —sonrió mientras se quitaba la chaqueta—. ¿Qué se celebra hoy? —preguntó, señalando la mesa llena de platos apetitosos.
—Cariño, tenemos que hablar en serio —dijo Lucía con voz baja pero firme—. Es algo de nuestra familia.
Javier se quedó quieto, su sonrisa se desvaneció y en sus ojos asomó la inquietud.
—
—Rosa, ¿cómo puedes hacer esto? ¡Es tu hijo! —la voz de Lucía temblaba de indignación.
—¿Y qué? —Rosa se encogió de hombros, arreglándose el pelo—. No lo dejo para siempre, solo un par de meses.
—Rosa, ¿estás en tus cabales? ¡Es tu hijo, tu sangre! —Lucía apenas contenía las lágrimas.
—Mira, Lucía, ¡ya te lo he explicado! Si te da tanta pena, llévate a tu sobrino contigo. Basta, no vamos a discutir más. Con Marcos no pasará nada en dos meses, y en cuanto me estabilice, lo recojo —Rosa se levantó de un salto y, cerrando la puerta de un portazo, salió de la habitación.
Lucía se quedó sola, aturdida. No podía creer que su hermana fuera capaz de algo así. ¿Dejar a su propio hijo, aunque fuera temporalmente, en un orfanato? Era impensable. Pero llevar a Marcos a casa tampoco era posible.
Ella, Javier y sus dos hijas vivían en el piso de su suegra, Isabel Martínez. El apartamento de dos habitaciones era pequeño, y la suegra nunca había simpatizado con ella. A sus nietas las toleraba, pero solo por Javier. Lucía lo sabía: para Isabel, Javier era su orgullo. Si no fuera por él, seguramente ni siquiera habría permitido que se casara, y menos con Lucía.
Una vez, Lucía oyó por casualidad a Isabel quejarse a las vecinas: “Esa nuera le ha hechizado, ¿cómo si no iba a quererla tanto?” Al principio, su suegra había sido tolerante, pero todo cambió cuando Lucía y Javier anunciaron que esperaban un bebé. Desde entonces, Isabel se volvió insoportable. Delante de su hijo se contenía, pero en cuanto Javier salía a trabajar, cambiaba: comentarios hirientes, reproches, indirectas. A veces, Lucía sentía que no podía más, pero por sus hijas aguantaba y callaba.
A Javier no le contaba nada. Creía que no la creería—adoraba a su madre, pensaba que era buena y cariñosa. ¿Cómo decirle que su “madre perfecta” atormentaba a su esposa? Lucía soñaba con irse, pero no tenía adónde.
Ella y Rosa habían crecido en un orfanato. Cuando les tocó salir, les dijeron que no tenían derecho a una vivienda porque, en teoría, tenían una casa en el pueblo que heredaron de sus padres. Pero nadie se molestó en comprobar si era habitable. Al llegar, vieron unas ruinas con el tejado hundido. Era imposible vivir allí, y en el pueblo no había trabajo. Sin perder la esperanza, volvieron a la ciudad.
Lucía prefería no recordar todas las dificultades que pasaron después. Pero al fin, la suerte le sonrió—conoció a Javier, se casaron, y poco después nacieron sus gemelas. A Rosa no le había ido tan bien. Vivía en una habitación alquilada con su pequeño Marcos, del que nunca hablaba del padre. Solo una vez soltó que estaba casado y que no había futuro entre ellos.
Marcos era un año menor que las hijas de Lucía, y ella lo adoraba. Rosa parecía quererlo, pero su decisión reciente la dejó helada. Rosa había encontrado al “hombre de sus sueños”, Víctor. Lucía no lo conocía, pero según su hermana, era perfecto. Lucía no opinaba lo mismo. Un hombre de verdad, pensaba, no le pediría a la mujer que quería que abandonase a su hijo, aunque no fuera suyo. Pero Víctor insistió en que Marcos fuese al orfanato—”solo un tiempo”. Rosa, ciega de amor, aceptó.
Lucía intentó hacerla entrar en razón, pero Rosa se mantuvo firme: “Víctor se acostumbrará, y luego lo recuperamos”. Lucía sabía que eso no pasaría. Marcos terminaría como ellas, pero a Rosa parecía darle igual. Pero Lucía no podía permitir que su sobrino acabara en un orfanato.
Sabía que llevarlo a casa de su suegra era imposible—Isabel ya apenas toleraba a ella y a sus hijas. Pero tampoco podía quedarse callada. Decidió hablar con Javier. Era su marido, la quería, tenía que ayudarla.
Pasó el día cocinando, preparando la cena, haciendo un pastel para crear un ambiente tranquilo para la conversación. Cuando Javier llegó, tomó aire y se lo contó todo.
Pero la reacción de su marido la dejó helada. En vez de apoyarla, Javier montó en cólera y llamó a su madre. Isabel y él se pusieron a gritar, acusándola. La suegra chillaba que Lucía debería estar agradecida por el techo que le daban, en vez de “meter a un niño ajeno en casa”. Javier asentía, como si Lucía y sus hijas no fueran su familia.
Al final, le dieron un ultimátum: olvidarse del sobrino y vivir bajo sus reglas, o largarse de casa. Al oír eso, Lucía sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
A la mañana siguiente, recogió a sus hijas y se marchó. No sabía adónde ir, pero quedarse en esa casa era insoportable. De pronto, recordó que en el centro de salud una mujer le había hablado de un centro de ayuda para mujeres en situaciones difíciles. Decidió pedir ayuda allí.
En el centro la recibieron con calidez. Cuando supieron lo de Marcos, le dejaron llevarlo también. Así empezó una nueva etapa en su vida.
A la semana, apareció Javier. Le rogó que volviera, juró que las echaba de menos a ella y a las niñas. Pero entre líneas soltó que los vecinos los criticaban a él y a su madre por “haber echado a la calle a su mujer e hijas”. Esas palabras lo dejaron todo claro. Lucía entendió: no la quería a ella, solo le importaba su reputación. Lo echó de allí.
Después de esa conversación, le quedó un sabor amargo. ¿Cómo pudo fingir tanto tiempo que la quería? No encontraba respuesta.
Dos semanas después, Ana, una trabajadora del centro, le ofreció mudarse a una aldea cerca. Tenía una casita humilde pero habitable, y le ayudaría a encontrar trabajo. Lucía no lo dudó. No le asustaba trabajar, y necesitaba un techo urgente.
Pronto, Lucía y los niños se mudaron al pueblo. Consiguieron plaza en la guardería para las niñas y Marcos, pero tuvieron que llamar a Rosa. Su hermana fue, firmó los papeles, pero no pudo evitar soltar: “Si lo hubieras dejado en el orfanato, no tendrías problemas”. Discutieron, y Rosa se fue. Marcos se quedó con Lucía.
Pasó un año. Lucía trabajaba, los niños iban a la guardería, la vida se arreglaba. Nunca se arrepintió de su decisión. Rosa mandaba dinero de vez en cuando para Marcos, y Javier pagaba la pensión—Lucía lo consiguió por vía judicial. A veces era duro, peroY un día, mientras paseaba con los niños por la playa, Lucía sintió por primera vez en mucho tiempo que la vida, al fin, le sonreía de verdad.







