Rivales de infancia: la historia de una esperanza

Rivales de la infancia: la historia de una Esperanza

Andrés salió al porche de la casa de sus padres, respiró el aire cálido del anochecer en el pueblo y se sentó en el viejo banco que crujió bajo su peso, igual que en su niñez. Unos minutos después, Sergio se acercó sin prisa. Era ese amigo con el que había crecido codo con codo, pero hace muchos años algo se torció entre ellos.

—¿Qué tal andas? —preguntó Sergio, dándole una palmada en el hombro como solo los hombres saben hacer.

—Bien, supongo —asintió Andrés—. Trabajando, compré un piso en la ciudad.

—Qué bueno —asintió Sergio, aprobador—. Siempre fuiste el listo. No como yo…

—¡Venga ya! —sonrió Andrés—. Mis padres me contaron que tienes la mejor casa del pueblo. Dicen que los vecinos siguen tu ejemplo.

—Tú tampoco te quejas, con tu piso. No es menos que lo que yo construí.

Se rieron. Luego, como por vieja costumbre, fueron a casa de Sergio. Sacaron pan, huevos, chorizo. Pidieron una botella de orujo. Se sirvieron un trago, ambos hicieron una mueca —no bebían mucho.

De pronto, Sergio soltó:

—Oye… ¿Sabes lo de Esperanza?

Andrés se tensó:

—¿Qué pasa?

—Se casó. Con uno… del pueblo de al lado. Ahora da clases en nuestra antigua escuela.

—¿Esperanza? —repitió Andrés, y algo le apretó el pecho—. No lo sabía…

—Yo tampoco me lo creí al principio. Pensé que se me pasaría… Pero estuve tres días en la cosechadora y no se me quitó. ¿Entiendes?

Volvió a servir. Bebieron y luego se quedaron en silencio, mirando cada uno su taza de té.

De golpe, alzaron la vista y rompieron a reír—fuerte, como lo hacían de niños. Hasta que les dolieron las costillas y saltaron las lágrimas.

—Así quedó la cosa —se secó los ojos Sergio—. Tantos años por ella… y así terminó.

—Sí —asintió Andrés—. Hicimos una competición. Quién era mejor, quién aguantaba más, quién gritaba más fuerte. Y ella… zas, se fue al atardecer con otro.

—Es lista —dijo Sergio, inesperadamente—. Eligió por su cuenta. Y nosotros esforzándonos…

—Bueno —reflexionó Andrés—, pero no fue en vano. Tú construiste una casa, yo dirijo un servicio en el hospital. Los dos valemos algo ahora.

—¡Exacto! —se animó Sergio—. Ahora tenemos veintinueve. ¡La vida acaba de empezar!

—Tú empezaste primero —recordó Andrés.

—Puede ser. Pero tú seguiste. Listillo de…

—Entonces, también fui tonto. Los dos lo fuimos —sonrió Andrés.

—¿Recuerdas cuando, después del colegio, ella se sentaba en el banco y nos miraba a los dos igual? Ni a ti ni a mí… a nadie.

Callaron de nuevo. Recordaban.

Andrés y Sergio se conocían desde la cuna—nacieron casi el mismo día. Crecieron juntos, vivían separados por una valla. Jugaban, iban al mismo colegio, compartían pupitre. Hasta los quince fueron inseparables.

Hasta que apareció Esperanza.

Parecía haber crecido de golpe durante aquel verano. De la chiquilla en bicicleta pasó a ser una muchacha esbelta con una larga trenza castaña. Y todo cambió. Los amigos se volvieron rivales.

Sergio se inclinaba por la mecánica, perdía horas con el tractor de su padre. Andrés—por los libros y los animales. Uno se fue a los campos, el otro al laboratorio.

Y Esperanza los miraba a ambos con esa mirada que desajustaba el corazón.

Tras el instituto, Andrés se marchó a estudiar a la ciudad, y Sergio entró en una cuadrilla. Esperanza empezó una carrera a distancia y aparecía unas veces con uno, otras con otro. Llegaba con noticias: quién había ganado más, quién tenía una beca mejor. Pero nunca se acercó del todo a ninguno.

Ni siquiera el servicio militar los reconcilió. Se hicieron hombres, cada uno por su camino. Sergio levantó su casa, compró el primer coche del pueblo. Andrés se hizo médico, defendió su tesis. Pero a pesar de todo—los dos seguían solteros. Los dos—todavía solos. Todavía guardando dentro el recuerdo de aquella chica de trenza castaña.

Y ahora, sentados en la cocina, cansados, con las miradas oscurecidas por los años—se reían. Amargamente, pero también con luz.

—Está bien que se haya casado —dijo al fin Andrés—. En serio. Quizá él sí la quiere de verdad.

—Quizá… —susurró Sergio—. Ojalá que sí. Si no… todo fue en vano.

Callaron. Después, Sergio golpeó la mesa:

—¿Sabes qué? Vamos a brindar. Por ella. Por nosotros. Porque la vida sigue.

—Sí —sonrió Andrés—. Porque seguimos aquí. Y no somos enemigos.

Sergio sirvió la última copa.

—Por Esperanza.

—Por Esperanza.

El cristal resonó. Y fuera, la tarde se convertía en noche. Sobre el viejo banco se inclinaban dos siluetas—ni chiquillos, pero tampoco viejos. Solo dos personas que la vida juntó una vez y ya no volvió a separar.

Y Esperanza… Bueno, que sea feliz. Se lo merece.

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