Desdichada

Olga creció como hierba al borde del camino, sin cuidado, sin calor, sin atención. Ni cariño, ni preocupación, ni un simple “te necesito”. La ropa que llevaba eran harapos ajenos, tan gastados que a través de los agujeros se veían sus rodillas delgadas. Los zapatos siempre estaban rotos, empapados o con las suelas despegadas. Para evitar peinarla, su madre le cortaba el pelo “al tazón”, pero aun así, los mechones se le erizaban en todas direcciones, como gritando el caos de su vida.

El jardín de infancia nunca fue una opción. Quizá le hubiese gustado ir—donde había niños, juguetes, calor—pero sus padres tenían prioridades más altas: conseguir otra botella. Su padre y su madre bebían, se gritaban, se peleaban. Cuando desaparecían en busca de alcohol, Olga se escondía—en los sótanos, en los rellanos de las escaleras. Aprendió pronto: cuanto menos visible, más posibilidades de salir ilesa. Si no lograba escapar a tiempo, luego ocultaba los moratones.

Los vecinos se compadecían. Comentaban entre ellos lo triste que era ver a Lucía—una mujer que antes había sido normal, pero que, tras juntarse con un delincuente, se había hundido en el vicio. Y sobre todo, lamentaban el destino de Olga. La compadecían, pero ¿qué podían hacer? Algunos le daban comida, otros alguna chaqueta vieja, pero si la prenda era medianamente decente, su madre la vendía al instante para gastarse el dinero en alcohol. Así que la niña seguía andando—andrajosa, descalza, hambrienta.

Fue tarde cuando empezó el colegio, pero allí, de repente, encontró algo parecido a la felicidad. Aprendía con facilidad, trazaba las letras con cuidado, levantaba la mano, devoraba todo libro que caía en sus manos. En la biblioteca se quedaba hasta el cierre, pasando páginas como si fueran reliquias. Los profesores se sorprendían: ¿de dónde salía esa luz en una niña tan descuidada y silenciosa?

Pero sus compañeros no la aceptaron. No la entendían. Ni siquiera la compadecían. La temían. La ropa pobre, el pelo desaliñado, su silencio y su aislamiento la convertían en una extraña. No jugaba, no reía, no entendía las bromas. Y lo peor: sus padres. Los niños imitaban a la borracha de Lucía y la llamaban a Olga “la pordiosera”. Y así se quedó. Primero en susurros, luego en voz alta. Al cabo de unos años, nadie recordaba su nombre de verdad.

Los maestros, aunque veían la injusticia, callaban. Unos por miedo a enfrentarse a los “buenos” padres de los demás alumnos. Otros por impotencia. Y otros porque se habían acostumbrado. Así que Olga seguía escondiéndose.

Su refugio era un parque abandonado detrás del colegio, cerca de un estanque cubierto de maleza. Allí, bajo un viejo roble, pasaba las tardes y a veces las noches, cuando en casa el miedo era demasiado. Su compañía eran gatos y perros callejeros. Con ellos compartía comida, abrazos, palabras. Allí, bajo el susurro de las hojas, podía respirar.

Su padre murió cuando ella tenía catorce años. Congelado en un banco de nieve, borracho. En el funeral solo estaban Lucía y Olga. Su madre lloraba, gritaba, se golpeaba, mientras su hija permanecía quieta. Ni lágrimas ni palabras. Solo un alivio solitario y la vergüenza por sentirlo.

Tras la muerte de su padre, su madre se desmoronó por completo. Crisis, gritos, días perdidos. A veces ni siquiera reconocía a Olga. Entonces la chica empezó a trabajar—limpiando portales, acarreando agua, haciendo recados. Los vecinos le daban unas monedas, y con ellas Olga compraba libros de medicina, creyendo que algún día podría curar a su madre.

Pero en el colegio la situación empeoró. Alguien descubrió que Olga trabajaba de limpiadora,

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