Hasta las lágrimas… MAMÁ
Mamá tiene setenta y tres años. Pequeña, encorvada, con las manos siempre ocupadas y una mirada donde el cansancio se mezcla con el cariño. Me alarga una bolsa y sonríe con cierta culpa:
—Aquí hay peras, Anita. No son muy bonitas, pero son de la huerta. Sin químicos. Te gustan, ¿verdad? Llévatelas, por favor.
Las cojo. Claro que las cojo. Y también el yogur, porque mamá siempre “deja casualmente un tarro” cuando sabe que voy a pasar.
—No te irás enseguida, ¿verdad? Cenarás con nosotros un par de veces… —añade en voz baja, casi con esperanza.
Me subo al coche. Arranco el motor.
Otra vez voy a algún sitio. Otra vez huyo. Trabajo, reuniones, obligaciones, ciudades, husos horarios, prisas… Todo es importante, todo es urgente. Paso por casa de mamá cuando ya todo está hecho, entre el café con las amigas y la sesión de masaje, entre la presentación y el vuelo.
No llego con las manos vacías; le traigo pescado, queso, dulces. Le pregunto cómo están ella y papá. Escucho sin prestar atención, la interrumpo, a veces incluso con burla —bah, ¿qué pueden tener ellos a su edad? Vivo en paralelo.
Mamá siempre dirá que voy “siempre desabrigada”, que debo cuidar la garganta, que la tos es por “la chaqueta abierta” y que trabajo demasiado. Repetirá que la vida es dura, que lo entiende todo y que no pasa nada porque no vaya mucho.
Y eso que vivimos a cuarenta kilómetros de distancia.
La llamo casi todos los días. Ella habla despacio, con detalles:
—En el mercado los tomates han subido. A tu hermana en el pueblo le cuesta mucho, lleva la casa sola. Hay que cortar el perejil otra vez después de la lluvia. Y el gato, Micho, se ha hecho daño en el ojo, no sabemos dónde andaba…
Escucho. A veces, solo por educación.
Me parece que en su vida no pasa nada importante.
Me molesta cuando se queja del corazón pero no quiere ir al médico. ¿Y yo qué puedo hacer? ¡No soy doctora! Ya le digo: “Mamá, por favor, ¡ve! ¡No sé qué darte para el dolor!”.
Y entonces, de pronto, cambia de tono, suavecito:
—¿Y a quién más le voy a contar mis penas, hijita, si no a ti?
Y se me quedan los dedos fríos sobre el teléfono.
Porque es verdad. Porque yo soy su persona. La única de verdad.
Y entonces, olvidándolo todo, salgo corriendo. Me voy hacia ella. Sin avisar. Sin plan. Solo porque lo necesito.
Y ella, como si lo esperara. Ya en la puerta con una toalla. Ya friendo pescado. Papá corta sandía y saca una botella de vino casero:
—Joven. Acabó de fermentar hace pocos días —dice con orgullo.
Rechazo el vino porque voy a conducir. Él asiente y se sirve. Reímos. Fuerte, de corazón.
Tengo frío. Me envuelvo en el jersey cálido de mamá. Ella corre a encender el horno:
—Ahora calentamos la cocina, para que no tirités.
Y vuelvo a ser pequeña. Otra vez soy esa niña a la que todo le va bien. A la que quieren. A la que le preparan la cena. Por la que calientan el aire de la habitación.
Todo está rico. Todo es cálido. Todo es verdad.
Mamá, mi cielo, mi vida…
Solo quédate.
Mucho tiempo. Muchísimo.
Porque no sé cómo es vivir sin escuchar tu voz al teléfono.
Porque no sé cómo es sin tu cocina, donde siempre buscas que no pase frío.
Porque, pase lo que pase en el mundo, yo necesito un lugar al que agarrarme. Y ese lugar siempre has sido tú.
Mamá.
Solo quédate…