Decisión Difícil: El Regreso

**La difícil decisión. El regreso**

—Si quieres ir, vuela —dijo Carlos, dejando la taza en el fregadero. Su tono era plano, casi indiferente—. Pero no esperes mi apoyo. Ni moral ni físico.

—No lo espero —respondió Lucía en voz baja, sin mirarlo.

—Después no digas que fuiste en vano.

—Quizá lo diga. O quizá no. Lo importante es no arrepentirse de no haberlo intentado.

Al final, se marchó.

El vuelo con escala se retrasó, y el avión de conexión partió sin ella. Siete horas de espera agotadora en un aeropuerto asfixiante, un sándwich de plástico y una bolsa al hombro en lugar de la maleta —el vestido se quedó en la bodega de otro continente.

En el hotel, le dijeron que la reserva “no había pasado”. El chico de recepción se lo explicó con una sonrisa, como si hablara de algo sin importancia:

—Lo siento, señorita, estamos completos. Puedo darle una lista de hostales cercanos.

—Gracias —soltó Lucía, secamente—. Justo lo que me faltaba: un catálogo de fracasos vitales.

Se sentó en un café de la esquina, pidió un cortado y, mirando la pantalla del móvil, repasó sus contactos. Su dedo se detuvo en un nombre: Marta Rojas. Una amiga de la universidad, con la que había estudiado en Madrid. Luego, unos mensajes esporádicos, algún “me gusta”… y silencio.

“¿Y si me atrevo?”, pensó Lucía, y escribió un mensaje corto.

La respuesta llegó en tres minutos:

«¡Claro que sí, ven! Tenemos una habitación de invitados. Y lo del vestido se arregla, no te preocupes. Aunque seguro que estás más delgada —te llevaré algo holgado. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti!».

A la mañana siguiente, recorrían las calles de las afueras de Barcelona. Lucía sentía que, con cada curva, el coche la llevaba más y más hacia un pasado que ya estaba muerto. Marta había cambiado mucho —elegante, segura, pero igual de amable, sin rastro de soberbia. Le dio la dirección del club, la miró con ojo crítico, le arregló el pelo, un toque de laca, le entregó un broche:

—No vayas como una sombra de lo que fuiste, sino como una mujer que sabe lo que vale. Todas allí tienen la misma cara y los mismos labios. Pero no todas tienen alma. Mantén la cabeza alta, Lucía.

La fiesta era puro postureo.

Carpas, césped impecable, camareros con cava, mujeres vestidas por diseñadores —como sacadas del mismo molde. Todo caro, recargado y… ajeno. No vio ninguna cara conocida. Solo nuevas: bronceadas, estiradas, seguras de sí mismas.

Javi fue el primero en aparecer. Un poco más mayor, pero el mismo de siempre. Se acercó, sonrió con culpa, la abrazó y susurró:

—Me alegro de que hayas venido. Perdona, no se lo dije a Claudia. Quería que simplemente te viera…

Lucía no respondió. Ya lo entendía todo.

Claudia llegó un poco después. No sola —con todo un séquito. Vestido de firma, cara perfectamente esculpida, mirada de cristal.

—¿Lucía? Qué sorpresa —dijo con una sonrisa que era más bien un gruñido—. ¿Tú… aquí?

—Yo soy yo. Y aquí es solo un sitio —respondió Lucía, serena—. Felicidades por tu aniversario.

—Gracias. ¿El viaje no fue demasiado agotador?

—Un poco. Pero Marta Rojas me echó una mano. Qué gracia, cómo resisten algunas amistades, incluso después de años.

—¿Marta? Ah, sí… Nos ayudó mucho cuando nos mudamos. Dicen que tiene buen gusto. ¿Ese no es su vestido?

—Es cómodo. Y me queda mejor que algunos recuerdos.

Claudia se quedó sin palabras un instante.

—Bueno… Espero que disfrutes la fiesta.

—Ya la estoy disfrutando. Gracias por la invitación.

—Yo… no te invité.

—Pero tampoco me estás echando —respondió Lucía con una media sonrisa dulce.

Más tarde, cuando un invitado se desplomó en una silla y empezó a ponerse azul, el salón se llenó de caos.

—¡Se está ahogando! —gritó una señora con vestido de leopardo—. ¡Que alguien llame a una ambulancia!

—Soy médica —dijo Lucía con calma, ya a su lado. Sin histrionismos, sin nervios, con precisión. Exploración, pulso, bolso bajo la cabeza, cuello despejado. Actuaba como si lo hiciera todos los días. Y lo hacía.

La ambulancia llegó en quince minutos. En todo ese tiempo, ni Claudia ni su corte se acercaron.

Por la mañana, Lucía despertó en la habitación de Marta. El vestido estaba doblado con cuidado en la silla, y en la mesa, un café y una nota:

«Hiciste lo correcto. Si quieres desaparecer otra vez en esta ciudad, llama. Tu habitación está aquí».

En el aeropuerto, sintió ligereza.

No porque todo hubiera terminado.

Sino porque, al fin, todo había encontrado su lugar.

Esa amistad había muerto hace tiempo. Solo que el funeral se alargó. Ahora ya se había celebrado. Sin flores. Sin lágrimas. Pero con despedida.

Carlos la esperaba en la salida. Su perro lanudo, Paco, casi la tiró del empujón de felicidad.

—¿Y bien? ¿Cómo fue? —preguntó él.

—Cerré el círculo.

—¿Con estruendo?

—Algo. Pero con dignidad.

—¿Y?

—Ya no tira.

Él le cogió la bolsa.

Ella le enlazó el brazo.

Y se fueron a casa.

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