Heridas de la traición

**Las Heridas del Engaño**

Lucía terminaba de secar los platos cuando el teléfono rompió el silencio de la cocina en un pequeño pueblo cerca de Toledo. Después de secarse las manos con el trapo, cogió el auricular.

—Lucía, hola, cariño— sonó la voz melosa de tía Carmelita.

—Buenas tardes— contestó ella, contenida.

—Lucita, mi hijo se muda a Toledo y necesita un sitio donde quedarse. ¿Podría alojarse en tu casa?— canturreó la tía con dulzura.

—¡No! ¡No puede ser! ¡Arréglenselo solos!— cortó Lucía en seco, sintiendo cómo la sangre le subía a las mejillas.

—Pero… si somos familia— balbuceó Carmelita, desconcertada.

—Después de lo que hicieron, no quiero saber nada de ustedes— afirmó con firmeza.

—¿De qué hablas? ¿Qué he hecho yo?— el pánico asomó en la voz de su tía.

Lucía apretó los puños junto a la ventana. Esas conversaciones se repetían demasiado. Volvía a sacrificar sus planes por la “familia”.

—¿Qué pasa ahora?— preguntó, adivinando la respuesta.

—¡Tu sobrina necesita ayuda con las matemáticas!— se apresuró a decir Carmelita. —Los exámenes están cerca y el profesor es muy estricto. Tú eres lista, ¿podrías echarla una mano?

Lucía rechinó los dientes. Ya había dado clases gratis a cuatro primos. Pero decir “no” era imposible; así la habían criado.

—Vale— susurró, odiándose por su debilidad.

En su familia, ayudar a los parientes era una regla sagrada. Sus padres siempre le enseñaron que la familia era un apoyo incondicional. No escatimaban tiempo ni dinero: si alguien necesitaba algo, ellos estaban allí.

—Algún día, nos ayudarán a nosotros— repetía su madre.

Lucía lo creía.

Sus padres no eran ricos, pero tenían una pequeña tienda. Vivían con modestia, pero con estabilidad. Sin embargo, siempre terminaban siendo el “banco” de la familia. Unos se quedaban en su casa para ahorrar en hoteles, otros pedían préstamos que jamás devolvían. Y si algún primo necesitaba trabajo, acudían a su padre.

Lucía tampoco se quedaba atrás. Desde la universidad, se convirtió en la profesora particular gratis de primos y sobrinos. Perdió incontables tardes ayudando a los hijos de los demás, convencida de que, cuando lo necesitaran, la familia estaría allí.

Esa creencia se hizo añicos.

—¿Están seguros?— la voz de Lucía tembló, sus uñas se clavaron en el borde de la mesa.

El médico la miró con compasión, acostumbrado a dar malas noticias.

—Lo hemos confirmado varias veces— dijo en voz baja. —Hay que comenzar el tratamiento de inmediato.

Lucía asintió, sintiendo que el suelo desaparecía bajo sus pies. Pensar que no estaban solos era su único consuelo.

En casa, el silencio era denso. Su padre miraba la pared fijamente. Su madre caminaba de un lado a otro, apretando el teléfono sin atreverse a llamar. Lucía los miró y supo que no podían rendirse.

—Lo superaremos— dijo, rompiendo el silencio. —Somos muchos. Saldremos adelante.

Su padre suspiró hondo.

—¿Y el dinero? Es demasiado…

—Lo conseguiremos— afirmó su madre.

Vendieron todo: el piso de Lucía, el coche, las joyas, hasta los muebles. Sacaron los ahorros del negocio. Pero no era suficiente. Entonces hicieron lo que parecía natural: pedir ayuda a la misma familia a la que siempre habían ayudado.

—Tenemos un problema— la voz de su madre tembló. —Necesitamos ayuda. Cualquier cantidad.

Silencio. Luego, excusas.

—Lo siento mucho— mentía una tía. —Nosotros también estamos justos…

—¡Qué pena!— decía un tío. —Con el préstamo de la casa…

—Yo daría algo, pero el dinero está atado— respondía una prima, indiferente.

Lucía no lo creía. Los mismos que durante años vivieron a su costa, ahora no podían dar ni un euro.

Solo un primo lejano les envió algo, pidiendo disculpas por no poder más. Lucía supo que para él era mucho, y le agradeció entre lágrimas.

Después, apagó el teléfono y apretó los puños. Saldrían adelante. Aunque nadie creyera en ellos.

Tuvieron que pedir un préstamo con la casa como garantía.

—¿De verdad hacemos esto?— Lucía se agarró la cabeza, temblando.

—No hay opción— respondió su madre, exhausta.

Sentados en la cocina entre facturas y papeles, calculaban cada céntimo.

—Si no pagamos, lo perderemos todo— susurró Lucía.

—Si paramos, perderemos a tu padre— sentenció su madre.

El dinero llegó rápido y se fue más rápido aún. Cada euro se destinó al tratamiento, cada análisis era una esperanza.

Su padre mejoró. Era lo único que importaba.

—Hay progresos— dijo el médico. —Pero queda mucho camino.

Su madre respiró aliviada, Lucía asintió. Estaban listas.

Trabajaron hasta el agotamiento. Su madre mantenía el negocio, hacía contabilidad para tres empresas. Lucía trabajaba de día, daba clases por las tardes y traducía por las noches.

—¿Cuándo dormiste?— preguntó su madre al verla en la cocina al amanecer.

—No me acuerdo— Lucía rio con voz ronca, preparando café.

Se miraron y sonrieron. Era duro, pero no se rendirían.

Dos años de lucha. Dos años de cansancio, insomnio, números interminables. Pero su padre volvió a caminar, a trabajar, a ser él mismo.

Una noche, se sentó a la mesa, miró a su mujer y a su hija, y dijo en voz baja:

—Gracias.

Lucía le apretó la mano.

Entonces, la familia volvió a aparecer.

—¡Lucía, hola!— trinó tía Carmelita. —¡Habéis desaparecido! ¿Cómo está tu padre?

Lucía apretó el brazo del sillón, incrédula. Su tía hablaba como si esos dos años de desesperación no hubieran existido.

—Todo bien— respondió fría.

—¡Me alegro!— exclamó Carmelita. —Pensé que estabas enfadada. Pero la familia debe perdonar, ¿no?

A Lucía se le secó la garganta.

—¿Querías algo?— preguntó, olfateando la trampa.

Pausa. Luego, lo esperado:

—Mi hijo va a Toledo y necesita un sitio donde quedarse…

—No hay espacio. Papá está en rehabilitación— cortó Lucía, colgando.

Después de la recuperación, el teléfono no dejó de sonar. Los mismos que callaron dos años, ahora se ofendían porque Lucía no los recibía con los brazos abiertos.

—¡Somos familia!— protestaba una prima.

—¿Lo somos?— respondió Lucía.

Tres años después, la vida se normalizó. Pagaron el préstamo, el negocio renació, Lucía compró un piso.

De la familia, solo se acordaba cuando alguien quería “reconciliarse” para volver a pedir favores. Los llamaban “orgullosos”, pero Lucía ya no creía en esa “familia”.

Ahora solo ayudaban a quienes realmente lo merecían.

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