Oye, tengo que contarte una historia que me dejó bastante pensativa. Resulta que mi suegra me soltó un día: “Tenéis un mes para dejar mi piso”.
Mi pareja, Adrián, y yo llevábamos dos años juntos. Nos queríamos, teníamos planes de futuro y al final decidimos casarnos. Con su madre, Carmen López, siempre había tenido buena relación. La respetaba, escuchaba sus consejos y procuraba no llevarle la contraria. Hasta parecía feliz con nuestra relación —siempre atenta, sin un solo roce. Pensaba que había tenido suerte.
Ella fue quien nos ayudó a organizar la boda. Mis padres apenas pudieron contribuir con un regalo modesto, ya que no andan bien de dinero. Carmen lo gestionó todo: desde el restaurante hasta el coche de alquiler. Se lo agradecí de corazón y sentí que ya éramos casi familia.
Pero todo cambió enseguida, apenas unos días después de la boda.
“Bueno, chicos —dijo durante una cena familiar—, mi misión está cumplida. Crié a mi hijo, le di estudios, lo saqué adelante y ahora lo he casado. No os lo toméis a mal, pero necesito que os marchéis de mi piso en un mes. Sois una familia y debéis vivir por vuestra cuenta. Sí, puede ser duro, pero así es la vida. Aprended a ahorrar, a buscar soluciones, a tomar decisiones de adultos. Yo, por fin, quiero vivir para mí”.
No lo entendí al principio. Primero me ardía la cara, el corazón se me salía del pecho. Luego, un vacío helado. ¿Cómo? ¿Ayer éramos sus “consentidos” y hoy nos echa sin más? Y está claro que con los nietos tampoco piensa implicarse…
“Si esperabais que os cuidara a los niños, olvidarlo —añadió con calma—. Yo soy madre, no una abuela canguro. Ya le he dedicado mi vida entera a Adrián. Ahora quiero vivir para mí. Mi casa siempre estará abierta para vosotros —para un café, para fiestas—. Pero no contéis con ayuda constante. Algún día lo entenderéis”.
Me quedé sentada, conteniendo las lágrimas. Adrián y yo ni siquiera nos habíamos instalado bien, seguíamos en su piso. ¿Y ahora qué? ¿Maletas y a la calle? ¿Alquilar? ¿Ir de aquí para allá? Todo eso de una mujer a la que casi veía como una segunda madre…
Me enfureció. Lo sentí como una traición. Ella, cómoda en su piso de tres habitaciones, ¡sola! Mientras nosotros tendríamos que apañarnos. Además, Adrián tiene parte de ese piso —creció ahí, ¿y ahora tiene que irse así como así? ¿Y los nietos? ¿No sueñan las abuelas con achuchar a los pequeños, enseñarles cosas, darles cariño? Pero ella ni siquiera quiso saber.
Para mi sorpresa, Adrián no discutió. Al contrario, se puso a buscar piso y un trabajo mejor pagado. Decía que su madre tenía razón: éramos una familia y debíamos valernos solos.
Yo me preguntaba: ¿por qué? ¿Por qué de pronto se volvió tan fría? ¿No podía esperar un poco? ¿O al menos echarnos una mano? Mis padres no pueden ayudarnos, pero confiaba en que mi suegra estaría ahí. Y al final, pues no.
Ahora estamos haciendo las maletas. Y cada noche me pregunto: ¿tenía razón? ¿O simplemente se cansó de fingir?
¿Tú qué opinas?…