El silencio tras la ventana
Por primera vez en años, su voz atravesó la quietud. Era frágil, casi ajena, como un eco de un pasado remoto:
—Buenos días.
Las palabras temblaban, como si temieran romper la frágil paz. Pertenecían a otra vida, una en la que por las mañanas resonaban risas infantiles, la tapa de una olla repicaba y unas manitas la arrastraban hacia la ventana para mostrarle los guisantes creciendo en la vieja lata al sol.
Isabel abrió los ojos en la penumbra. El techo sobre ella estaba gris, como el cielo descolorido del pueblo costero donde vivía. La habitación estaba cálida, pero una corriente fría movía perezosamente la cortina; había olvidado cerrar la ventana otra vez. O quizá la dejó abierta a propósito, como si esperara que desde la calle llegara una voz conocida. O unos pasos. O el golpe de una puerta. Permaneció tumbada, mirando al techo buscando en las grietas una respuesta sobre cómo escapar de aquel vacío. Un punzada de hambre en el vientre la hizo levantarse. Escuchó: el piso respiraba soledad, obstinada y silenciosa, como si hubiera formado parte de ella antes que su propia alma.
En la cocina, el tiempo se había detenido. Una taza con restos de café reposaba en el alféizar, testigo mudo del día anterior. Sobre la tabla, media pera ennegrecida y olvidada; Isabel no recordaba cuándo empezó a cortarla, pero sí el instante en que se quedó helada, como si algo se rompiera dentro. En el frigorífico, una foto: un niño de seis años con un disfraz pirata, sonriendo como si estuviera a punto de hablar, los ojos brillantes como el mar bajo el sol.
No había tocado la foto en más de dos años. Sus dedos se acercaban, pero se detuvieron, temerosos de borrar su sonrisa. El imán que la sostenía era de una farmacia local—una ironía amarga. Allí fueron para revisarle la vista; él decía que las letras de los libros “bailaban”. Pero todo terminó sin hospitales ni diagnósticos. Terminó en un camino que no existe en los mapas, imposible de trazar en ninguna aplicación.
Junto a la puerta, sus zapatillas deportivas. Pequeñas, con cordones gastados. El polvo las cubría como una fina capa de tiempo. Para otros serían chatarra olvidada; para ella, una reliquia. Las esquivaba conteniendo la respiración, como si una mirada accidental pudiera romper el frágil equilibrio de su mañana. Quería guardarlas, pero no podía. Solo eran zapatos, trozos de tela y goma. Pero dentro de ellas, todo un universo. Como si alguien pudiera volver y preguntar: “Mamá, ¿dónde están mis zapatillas?” Y ella debía estar preparada—no para él, sino para sí misma.
Isabel preparó un té. Sin azúcar, sin miel—solo agua hirviendo con hebras negras. El líquido sabía amargo, como si hubiera absorbido sus pensamientos. Fuera, el pueblo seguía su vida, indiferente como el mar después de una tormenta, donde bajo la serenidad superficial acecha el caos. En ella, todo estaba quieto, como si hubieran desconectado un enchufe, y solo destellos de recuerdos mantenían una luz tenue.
Antes daba clases de literatura en el instituto. Adoraba a Cervantes—no por el drama, sino por la verdad. Por su modo de hallar vida en los rincones más oscuros. Por los silencios que contenían todo lo imposible de decir. Tras la pérdida, lo dejó. Cogió una excedencia y nunca volvió. Primero porque no pudo. Luego, porque no encontró sentido.
El verano pasado, una amiga la invitó a un grupo de apoyo. Fue tres veces. Recordaba la sala fría de paredes blancas, el olor a café barato de la máquina que ahogaba todo—incluso el débil aroma de un perfume ajeno, incluso sus pensamientos. Recordaba a una mujer con un jersey azul, que había perdido a su hija y hablaba con una sonrisa forzada, como disculpándose por su dolor. Y a un chico en sudadera, callado, jugueteando con la correa de su mochila como si quisiera desaparecer dentro. Nadie gritaba, pero el aire vibraba, como una fina película sobre el fuego. Isabel se fue; su dolor parecía “incorrecto”. Como si no mereciera estar entre otras penas. Como si hubiera perdido algo que nadie más veía.
Escribía cartas. No guardadas, escondidas en una carpeta del ordenador llamada “Bocetos”. Le escribía a él. “Ya estarías en segundo de primaria… Seguro que odiarías la avena. Discutiríamos por las mañanas. Yo te ataría los cordones si no hubieras aprendido. Y tú… mi pirata. Mi risa en la hierba. Mi ‘mamá, ¡mira, un barco!’. Mi…” A veces cortaba la frase a medias. Punto final. Y silencio. Sin continuaciones ni correcciones. Solo su respiración frente a la pantalla y el vacío a sus espaldas.
Hoy, su voz sonó distinta. Sin quebrantos, sin nostalgia—con una determinación cansada pero firme. Como si algo se hubiera resquebrajado dentro, y por la grieta se filtrara la luz.
De pronto, Isabel quiso salir. Pasear por la rambla. Sin rumbo. Solo respirar. Su cuerpo, entumecido por años de dolor, recordó cómo moverse. Se puso el abrigo, calzó los zapatos y se detuvo ante la puerta. El suelo crujió, el tictac del reloj marcaba el pulso de la casa. Luego se acercó al frigorífico. Cogió la foto. Retiró el imán. Pasó un dedo por la imagen como si acariciara su mejilla.
—Vamos, mi pirata. Es hora de vivir—dijo. Su voz no tembló. Había fuerza en ella. O tal vez esperanza, casi olvidada.
Salió, cerrando la puerta en silencio. Y por primera vez en años, cerró la ventana. No por miedo. Solo porque, al fin, entendió que ya podía hacerlo.