Sueños rotos y un milagro de Nochevieja
Lucía llevaba más de un año saliendo con Javier. Sus citas eran tan escasas que podían marcarse en el calendario con rotulador rojo, como días festivos. Él vivía en Zaragoza y solo pasaba por el pueblecito cercano a Teruel por asuntos de su empresa. Tenían planes de futuro grandiosos, y esta Nochevieja iban a decidir quién se mudaba con quién. Pero entonces sonó el teléfono. Lucía se sobresaltó al ver el nombre de Javier en la pantalla.
—Hola, cariño —dijo, intentando sonar dulce a pesar del caos del día.
Pero al otro lado de la línea, una voz femenina cortó como un cuchillo:
—¡Hola, zorra!
Lucía se quedó helada, sin poder articular palabra.
Esa tarde previa a Nochevieja todo salía mal. Por la mañana, la llamaron de la oficina exigiendo que fuera a firmar un contrato con socios extranjeros. A nadie le importaban los planes de Lucía, que tenía cita en la peluquería. El director general disfrutaba de unas vacaciones en la playa, mientras ella, maldiciendo entre dientes, pidió un taxi y se marchó a toda prisa.
Al salir del edificio de oficinas, recordó que tenía que recoger el vestido que le había arreglado su amiga Marta, que se ganaba un extra como modista. El vestido, comprado para la noche más especial del año, le quedaba como un saco. Lucía prefirió pensar que había adelgazado, no que la tela era de mala calidad. Llamó a su amiga, arrepentida.
—Marta, lo siento, ¡se me olvidó lo del vestido!
—Lucía, ¿dónde estabas? ¡Llevo una hora llamándote! —gritó Marta entre el bullicio de la estación de tren.
—Cosas del jefe —suspiró Lucía—. Bueno, ¿qué tal el vestido? ¿Paso a buscarlo?
—Lo siento, cielo —la voz de Marta tembló—. Ya estamos en la estación, el tren sale en media hora.
Lucía bajó el teléfono, sintiendo cómo se desvanecían sus ilusiones. «Bueno —pensó—, sin vestido, sin peinado, pero ¡es Nochevieja! Javier llegará pronto y lo pasaremos juntos. No todo está perdido».
A sus veintiséis años, Lucía seguía siendo una romántica empedernida, creyente en milagros. Incluso después del peor día, confiaba en que la magia de la noche le sonreiría.
Cuando el teléfono volvió a sonar, se sobresaltó, inmersa en sus sueños. Al ver el nombre de Javier, respiró hondo para sonar alegre.
—Hola, cariño.
—¡Hola, zorra! —la interrumpió la misma voz femenina—. ¿Creías que dejaría a su familia por ti? Bórrale el número, o te arrepentirás.
El silencio en la línea se mezcló con el torbellino en la mente de Lucía. Las citas esporádicas, los fines de semana sin noticias, las excusas raras de Javier… Todo cobró sentido de golpe. Caminó lentamente hacia la parada del autobús, apoyándose en una farola, mirando al vacío. “Zorra”. La palabra le golpeó como un martillo. Su mundo se desmoronó en un instante. El año viejo se iba, llevándose consigo todo en lo que había creído.
—¿Señorita, está bien? —una voz grave la sacó de su trance. Un hombre con barba espesa y un abrigo rojo de cuello blanco la miraba con preocupación.
—No —musitó Lucía, conteniendo las lágrimas—. ¿Y usted quién es?
—¡Papá Noel, claro! —risotada incluida—. Venga, suba al coche, ¡que se va a helar!
La guió hacia un vehículo mientras Lucía, aturdida, no encontraba palabras para protestar. Al arrancar, reaccionó:
—¡Pare! ¿A dónde me lleva? ¡Déjeme aquí!
El conductor se detuvo en el arcén y la miró:
—Solo quería ayudar. Iba a invitarla a un café calentito. La vi ahí, helándose, con esa cara de derrota. Es Nochevieja, y yo… bueno, casi soy Papá Noel.
La última frase sonó ridícula, pero Lucía, sin querer, soltó una carcajada. La risa brotó sin control, liberando la rabia del día: el vestido arruinado, el pelo sin arreglar, la traición de Javier y ahora este “Papá Noel” de pacotilla.
—Perdone —dijo entre lágrimas y risas.
—No pasa nada —sonrió él—. El año viejo se lleva lo malo. Todo mejora. Mira, mi mejor amigo hoy canceló nuestros planes de quince años juntos. ¡Todo por su nueva mujer!
De pronto, Lucía sintió un alivio extraño. Quizá el frío, quizá este encuentro absurdo, pero el peso en su pecho se esfumó.
—Seguro que la esperan —dijo el hombre al volver a arrancar—. ¿Dónde la llevo?
—A ninguna parte —sonrió con melancolía—. En casa no hay nadie, no tengo vestido, ni peinado… Libre como el viento. Ni sé qué hacer.
—¿Entonces celebramos juntos? Conozco un sitio acogedor, prometen una noche mágica.
—Vale, pero dejo que me lleve solo si paso antes a cambiarme —respondió Lucía. No quería pasar esa noche sola.
En casa, se vistió rápido y volvió al coche con una sonrisa y un destello de ilusión. En el café, decorado con luces cálidas, observó mejor a su peculiar acompañante.
—Oiga, ¿y por qué va de Papá Noel? —preguntó, divertida.
—¡Ay, esa es una historia larga y ridícula! —se rio, quitándose la barba postiza—. Me llamo Álvaro, por cierto.
—Lucía —le tendió la mano—. Cuénteme, Álvaro. Hoy no he tenido muchas historias bonitas.
Álvaro pidió chocolate caliente y empezó a hablar. La conversación fluyó, y las penas se disiparon como el humo del café. Fuera, los copos de nieve caían suaves, y el nuevo año llamaba a la puerta.
Así terminaba el año viejo, llevándose el dolor y las decepciones. Y el nuevo regaló a Lucía y Álvaro el comienzo de algo luminoso y real: una historia de amor nacida bajo las luces de Nochevieja. Lucía lo supo entonces: el milagro, al fin, había llegado.