Perdí el amor, pero encontré una familia

**Perdió el amor, pero encontró una familia**

Víctor llevaba meses cargando con un pensamiento que lo corroía por dentro: quería irse. Sin gritos, sin platos rotos, sin lágrimas. Solo desaparecer, como si hubiera salido a por pan y nunca hubiera vuelto.

Con Clara habían compartido ocho años. Sin hijos, sin escándalos, sin pasiones ardientes. Su vida era tan plana como el asfalto de la calle principal de su pueblo en Castilla. Cada mañana repetía la anterior: café, tostadas, su letra pulcra en la agenda. Un día, Víctor se dio cuenta de que no recordaba en qué se diferenciaba el viernes anterior de este.

Clara era la esposa perfecta. Demasiado perfecta, y eso empezaba a asfixiarlo. La casa relucía, la cena siempre estaba caliente, todo se hacía sin que él lo pidiera. Una vez, pensó en un té, y en ese mismo instante, Clara entró con una taza humeante.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él, disimulando la irritación.
—Solo te conozco —respondió ella en voz baja—. Porque te quieo.

Víctor asintió pero algo se encogió dentro de él. No la abrazó, no la besó, solo murmuró un «gracias», como si hablara con un desconocido. Los sentimientos se evaporaban sin dejar rastro, dejando un vacío helado. No había rabia, solo indiferencia, y eso asustaba más que las peleas. Clara parecía entenderlo. Visitaba menos su estudio, lo tocaba con menos frecuencia, se acostaba antes sola.

Un día, se percató de que ya no lo esperaba en la puerta. Simplemente se retiraba al dormitorio en silencio, como si ya lo hubiera soltado.

Lucía irrumpió en su vida como un viento primaveral. Joven becaria en su empresa de construcción, era todo lo contrario a Clara: vibrante, descarada, con chispas en los ojos y una risa que contagia vida. Sus movimientos, su voz, incluso cómo lanzaba el bolígrafo sobre la mesa, atraían su mirada.

Víctor la notó desde el primer día, pero mantuvo la distancia. Era demasiado joven, demasiado luminosa. Pero Lucía, como si percibiera su interés, no se alejaba. Se quedaba cerca de su oficina, se arreglaba el pelo, iniciaba conversaciones banales tras las que se escondía algo más.

Empezó a pensar en ella sin parar. Su voz resonaba en su cabeza, su silueta se colaba en las ventanas del trabajo. Por primera vez en años, se sintió vivo. La culpa lo mordía, pero se convencía: «No está pasando nada».

Hasta que pasó.

Noche cerrada, oficina vacía, ascensor. Se quedaron solos. Silencio. De pronto, Lucía dio un paso y lo besó—ligero, sin palabras.
—Quería probar —susurró al salir, con una sonrisa pícara.

Víctor se quedó inmóvil, el corazón latiéndole como el de un adolescente. La sangre le ardía.

Ella no dio más pasos, pero sus miradas, gestos, rozones casuales eran imanes. Jugaba con elegancia, sin forzar. Y él se hundía más en el juego, hasta dejar de oír la voz de Clara en la cena.

Lucía ocupó sus pensamientos. Y no notó cuándo las fantasías se convirtieron en traición.

Terminaron en un hostal a las afueras de Madrid. La lluvia golpeaba los cristales, el aire olía a su perfume. Todo ocurrió rápido, como en fiebre. Víctor se sintió libre, como si hubiera roto cadenas. No era un marido infiel—era un hombre que recuperaba su vida.

Al irse, Lucía se ajustó el pelo y guiñó un ojo:
—Somos adultos. Sin ataduras.

Asintió, pero en su pecho ya anidaba la inquietud.

En casa, la cena lo esperaba bajo su tapadera. Clara dormía en el sofá, arropada con una manta. Se sentó a su lado, la observó. Ella abrió los ojos. Callaron, pero su mirada lo dijo todo.

Víctor quiso explicarse—«perdón», «no eres tú», «me perdí»—pero las palabras se atascaron. Clara no preguntó. Solo giró hacia la pared.

No había traicionado a su esposa—había traicionado al hombre que seguía esperándolo.

Pero al día siguiente, volvió a ir con Lucía.

Víctor se fue «de viaje de trabajo», retrasando la conversación inevitable. Lucía apareció después, como si fuera lo natural. Pasaron las noches en su habitación de hotel, borrando los límites del pasado.

Al cuarto día, regresó solo. Llovía. Al cruzar la calle, vio a una mujer con un cochecito que pisaba la calzada. Un coche surgió de la nada. Él los empujó a tiempo. El impacto lo arrolló.

El coma duró una semana. El diagnóstico fue una sentencia: lesión medular, riesgo de parálisis. Al despertar, vio a Clara. Estaba sentada junto a la cama, sosteniendo su mano. Sin llorar, sin hablar—solo ahí.

Lucía llegó al quinto día. Se quedó en la puerta, sin acercarse.
—Soy demasiado joven para esto —dijo con frialdad—. No es mi camino.

Se fue sin mirar atrás, como cerrando un capítulo.

Víctor entendió: ella nunca lo había conocido. Ni quería.

Clara se quedó. Habló con los médicos, limpió su plato, a veces dormitaba en la silla junto a él. Su mano en la suya era el único cable a tierra.

Tras el alta, todo se derrumbó. Perdió el trabajo—lo «despidieron amablemente». A Lucía la vio en la oficina, junto al nuevo director. Pasó de largo sin mirarlo.

Tratamientos, medicinas, rehabilitación—todo cayó sobre Clara, una maestra de escuela. Un día, él notó que ya no llevaba su anillo de zafiro.
—Solo es un objeto —susurró—. Tú importas más.

En primavera, la llevó a un pequeño restaurante junto al río Manzanares. Íntimo, con un violín en vivo y luz cálida. Clara sonreía, sus ojos brillaban con un calor que él antes ignoraba.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó cuando el café se enfrió.
—Daría mi vida por ti —respondió—. Pero no quiero nada. Solo vive.

Él tomó su mano, sintiendo su calor por primera vez en años.

A la semana, llamó Javier Martínez—el empresario cuya familia Víctor había salvado en el cruce.
—Le debo mi gratitud —dijo firme—. Tengo trabajo para usted. De oficina, sin viajes. Yo mismo le enseñaré.

El trabajo le devolvió un propósito, ingresos, esperanza. Pero lo que más anhelaba era recuperar a Clara—no como esposa, sino como la mujer que amó sin valorar.

Planeó pedirle matrimonio de nuevo. Pero ella se adelantó.

Una mañana, Clara le sirvió el desayuno, le arregló la manta, lo besó en la frente. Esa noche, no estaba. En la mesa, una nota:
«Sabía lo de Lucía. Lo del hostal. Callé porque perdí a nuestro hijo entonces. No quería vivir, pero me quedé por ti. Ahora me voy por mí».

Víctor releía las palabras hasta que se borraron. Las manos le temblaban, pero dentro solo había vacío. El dolor no era agudo, sino opresivo, como nieve en enero. No supo que había destrozado algo irrecuperable.

Al día siguiente, la encontró. Llamó a su puerta, suplicó. Clara salió—serena, con un cárdigan viejo, mirada cansada.
—Perdona. No sabía… —balbuceó.
—Sí lo sabías, Víctor. Sim—Solo te importaste a ti mismo.

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