Desdicha

Marga creció como una mala hierba al borde del camino, sin cuidado, sin calor, sin atención. Ni cariño, ni preocupación, ni un simple “te necesito”. Su ropa eran harapos de otros, tan gastados que dejaban ver sus rodillas flacas. Sus zapatos siempre estaban empapados, ya fuera por el agua que se filtraba o porque las suelas se despegaban. Para evitar líos con el pelo, su madre la rapaba con un tazón en la cabeza, pero aun así, los mechones se alzaban rebeldes, como gritando el caos de su vida.

No pisó una guardería. Quizás le hubiera gustado: un lugar con niños, juguetes, calidez… Pero sus padres estaban demasiado ocupados buscando su próxima botella. Su padre y su madre bebían, gritaban, se pegaban. Cuando desaparecían en busca de alcohol, Marga se escondía: en sótanos, en las escaleras del bloque. Aprendió pronto: cuanto menos visible, más posibilidades de salir indemne. Y si no llegaba a escapar, luego ocultaba los moratones.

Los vecinos compadecían. Murmuraban sobre Mari Carmen, la madre de la niña, que antes era normal pero se había hundido con un delincuente. Y sobre todo, lloraban por Marga. La compadecían, pero ¿qué podían hacer? Algunos le dejaban comida, otros una prenda usada, pero si la ropa tenía algún valor, su madre la vendía al instante para comprar alcohol. Así vagaba Marga: harapienta, descalza, hambrienta.

Llegó tarde a la escuela, pero allí descubrió un refugio. Aprendía con facilidad. Copiaba las letras con esmero, levantaba la mano, devoraba cualquier libro que encontraba. En la biblioteca se quedaba hasta el cierre, hojeando páginas como si fueran santas. Los maestros se preguntaban: ¿de dónde salía tanta luz en esa niña desaliñada y callada?

Pero los compañeros no la aceptaron. No la entendían. No la compadecían. La temían. La ropa pobre, el pelo revuelto, su silencio y aislamiento la convertían en una extraña. No jugaba, no reía, no captaba las bromas. Y, sobre todo, estaban sus padres. Los niños imitaban a Mari Carmen borracha y llamaban a Marga “la piltrafa”. Y el mote se le pegó. Primero en susurros, luego en voz alta. Con los años, nadie recordaba su verdadero nombre.

Los profesores veían la injusticia, pero callaban. Unos por miedo a perder el favor de los padres influyentes. Otros por impotencia. Algunos, simplemente, por costumbre. Y Marga seguía escondiéndose.

Su rincón era un parque viejo detrás del colegio, cerca de un estanque abandonado. Allí, bajo un roble centenario, pasaba las tardes y a veces las noches, cuando su casa era demasiado peligrosa. La acompañaban gatos y perros callejeros. Con ellos compartía comida, abrazos, palabras. Bajo el susurro de las hojas, podía respirar.

Su padre murió cuando tenía catorce años. Congelado en una cuneta, borracho. Solo Mari Carmen y Marga estuvieron en el entierro. Su madre gritó, se golpeó, aulló; su hija solo permaneció quieta. Ni lágrimas ni palabras. Solo un alivio solitario y vergüenza por sentirlo.

Tras la muerte del padre, Mari Carmen se desmoronó. Crisis, gritos, días perdidos. A veces ni reconocía a Marga. La niña empezó a trabajar: limpiaba portales, acarreaba agua, hacía recados. Los vecinos le daban calderilla. Con esas monedas, Marga compraba libros de medicina, esperando curar algún día a su madre.

Mientras, en el instituto empeoró. Alguien supo que Marga era la limpiadora y las burlas arreciaron. Sobre todo de Rebeca, la estrella del colegio, hija de padres adinerados.

“Oye, piltrafa, ¿otra vez a revolver en la mierda?”, le gritaba cuando Marga salía corriendo al terminar las clases.

Ella callaba. Aprendió a no escuchar. Pero cada palabra le dejaba una piedra en el pecho.

“¿Por qué lo hacen?”, le susurraba al perro que se frotaba contra sus piernas. “¿Qué les he hecho? ¿Es esto justo?”.

Y entonces llegó él. Adrián Campos. Un alumno nuevo. Alto, moreno, de mirada tranquila. Vinieron de Córdoba. Atleta, inteligente, callado. Todas las chicas del instituto suspiraban por él. Marga también. Pero lo escondía. Cada vez que pasaba, su corazón latía más rápido. Rezaba para que nadie lo notara.

Rebeca decidió que Adrián sería suyo. Vestidos caros, maquillaje, perfume, uñas perfectas. Nadie se atrevía a competir. Marga ni lo intentaba.

Un día, tras llegar tarde por culpa de un episodio de su madre, Marga entró al aula y se le cayó su libro de psiquiatría. Rebeca lo recogió.

“¿Qué es esto? ¿Te has vuelto loca como tu madre, piltrafa?”.

Y Marga no pudo más. Tapándose la boca para no gritar, salió corriendo. En la puerta chocó con Adrián, que no entendió nada.

Llegó hasta el roble, cayó sobre la nieve y lloró.

Fue allí donde vio al perro cruzar el hielo. El crujido. El animal hundiéndose.

Marga corrió a salvarlo. Se quitó la chaqueta. Gateó. Lo agarró del cuello… y también cayó. El agua helada quemó, le robó el aire. El perro forcejeó a su lado. Ella intentó nadar, pero las fuerzas se le iban. De pronto, unas manos fuertes la sacaron. Y al perro también.

En la orilla estaba Adrián.

“Vamos. Mi madre es médica. Tienes frío. Vivimos cerca”. Le envolvió con su propia chaqueta.

Marga asintió, aturdida.

Al día siguiente, entraron juntos al instituto.

“¿En serio?”, chilló Rebeca. “¡Pero si es la piltrafa!”.

Adrián contestó con calma:

“Solo puede ser pobre el corazón. Y el tuyo es el más mezquino que he visto”.

Rebeca retrocedió. La clase enmudeció. Marga se sentó en su pupitre. Por primera vez, no estaba sola. Y por primera vez, no bajó la mirada.

Ahora tenía a alguien. Alguien que veía en ella a una persona, no a una piltrafa. Y también a Loba, la perra que salvó, ahora viviendo con Adrián.

A veces, la vida da una oportunidad a quienes supieron esperar.

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