**El Secreto que Rompió la Familia**
A Sergio se le puso muy enferma su hermana, a quien siempre había creído que era su madre.
—Sergio, no me queda mucho tiempo —susurró la mujer, con la voz temblorosa por la debilidad—. Prométeme que no le dirás a tu hermano Iker ni a tu hermana Marina el secreto que voy a contarte. Y que harás lo posible por mantener la paz en la familia cuando yo no esté…
—Lo prometo —contestó él con firmeza, apretándole la mano fría. La quería, aunque ella siempre hubiera prestado más atención a Iker y a Marina.
—Sergio… tú y yo no somos madre e hijo… —dijo casi en un suspiro.
Sergio se quedó helado, el corazón se le encogió de terror. ¿Qué quería decir?
—Iker, hay que vender la casa de los padres en ese pueblo perdido de Cuenca —insistía Marina—. ¿A quién le interesa esa casucha vieja? ¿Que se quede vacía? ¡Mejor venderla y repartirnos el dinero!
—Marina, la casa no da gastos. La vida es impredecible, ¿y si la necesitamos? Tú, yo o Sergio podríamos volver si las cosas se ponen feas —replicó Iker.
—¿No da gastos? ¿Y quién paga el IBI de este “palacio” con vistas a un campo abandonado? —Marina torció los labios con su habitual gesto de superioridad—. ¿Esperar a que seamos ancianos? ¡Yo quiero vivir ahora!
Marina trabajaba como economista en una empresa local. Su marido, Javier, era conductor. Ella creía haberle hecho un favor casándose con él. Su suegra, en cambio, soñaba con que su hijo dejara a esa “fulana engreída que se pasea por bares con sus amigas, o cosas peores”. La vida de Marina era un rosario de peleas con su suegra y de intentos por empujar a Javier a estudiar y “ser alguien decente”. Él se limitaba a ignorarla, pensando que eran caprichos, sin imaginar que su mujer ya buscaba a alguien “con más futuro”. Creía que su madre solo tenía celos, y se enorgullecía de no admitir que Marina pudiera soñar con otra vida. El amor por ella se había apagado, pero al menos le daba algún destello de emoción.
Iker, por su parte, se creía el más exitoso de los tres. Trabajaba en el ayuntamiento de Toledo, ascendía rápido y se mudó a una casa de función. Vivía con su mujer, Olga, y sus dos hijos: Adrián, de doce años, y Lucía, de seis. El sueldo era modesto, nada de lujos. Olga había intentado montar una mercería, pero el negocio fracasó, y se conformó con “más vale pájaro en mano”. Iker sabía que Sergio y Marina no tenían hijos, y en secreto esperaba que la casa terminara siendo para los suyos. No lo decía, pero la idea lo reconfortaba.
Iker tenía otra familia: su amante, Eva, y dos hijos con ella. Llevaba casi tanto tiempo con ella como con Olga. En su día, había dudado entre las dos, pero cuando Olga quedó embarazada primero, la convirtió en su esposa oficial. Olga sospechaba de Eva, pero callaba: no tenía adónde ir, ni casa propia. Iker se aprovechaba, fingiendo ser un marido ejemplar.
—Sergio, soy Marina. Hablé con Iker, no quiere vender su parte. ¡Apóyame! —Marina llamó a su hermano, que estaba de viaje otra vez.
—Marina, ya sabes que no necesito el dinero. Decididlo tú e Iker, aceptaré lo que sea —cortó Sergio.
—¡Siempre te apartas de los problemas familiares! —estalló ella—. Quiero divorciarme de Javier, empezar de cero. Necesito dinero para un piso. ¡A mis treinta y cinco, ningún hombre querrá a una mujer sin casa! Y lo único bueno de Javier es que tiene un techo.
—Conozco tus planes, pero no los apoyo. Sin Javier, te perderás. ¿Recuerdas cuántas veces te saqué de líos? —le recordó Sergio.
A Sergio, el mayor, le iba bien. Quería ayudar a Iker y dejar la casa en paz, pero la conversación con Marina lo cambió todo.
—Iker, Marina quiere vender su parte. Tú estás holgado. ¿Qué tal si te regalo mi parte y tú le compras la suya? La casa será tuya, todos contentos —propuso.
—¿Por quién me has tomado? —bufó Iker—. ¡Marina pedirá un dineral! Si está desesperada, quizá la compre por cuatro perras. Pero tu parte, si la regalas, no la rechazo. ¡Tú sí que vas sobrado!
Los cinco años de diferencia no impedían que Iker envidiara a Sergio. Le molestaban sus éxitos, le ponía zancadillas. Marina también le exasperaba, pero mantenían una frágil tregua. Sergio, en cambio, les sacaba de quicio con su calma. Marina disimulaba su desprecio con halagos, Iker era grosero a las claras.
Sergio recordó las palabras de su hermana, a quien tomaba por madre:
—Sergio, me queda poco. Prométeme que no les dirás a Iker y Marina el secreto, y que mantendrás la paz.
Ella estaba débil, consumida por la enfermedad y el dolor tras la muerte de su marido, a quien había amado más que a nada. El corazón lo traicionó un año atrás. Sergio, aunque creció con sus abuelos, nunca la culpó. Visitaba poco, dedicaba más tiempo a Iker y Marina, pero él la quería y estaba dispuesto a cargar con cualquier peso.
—Sergio… no somos madre e hijo… Eres mi hermano… De padre. Eres hijo de una amante suya. Él te crió como nieto —su voz tembló—. Mi madre, tu abuela, no lo permitió. Tuve que adoptarte. Amaba tanto a papá…
Sergio no podía creerlo. La mujer que llamaba madre era su hermana. Su abuelo, su padre.
—¿Por qué no lo dijiste? ¿Dónde está mi verdadera madre?
—No la conocí. Tu padre le pagó y desapareció, renunció a ti. —Suspiró—. No lo habría contado, pero temo por Iker y Marina. Marina se mete en líos, Iker vive resentido. Fracasé como madre.
—¿No venías por mí?
—No, mi marido no soportaba niños. Dijo que si llevaba a Iker y Marina, se irían. No podía dejarlo, lo amaba. ¿Y tú… me quieres?
—Siempre. Y ahora más —respondió Sergio, conteniendo las lágrimas.
—Lo sé. Marina me odia, Iker culpa a papá. Mi vida fue un error. Hasta esta casa con vistas al cementerio… Quise enmendar el pasado, pero llegué tarde al presente. ¿Cuidarás de ellos?
Sergio asintió y la abrazó. Aceptó que ella había querido más a Iker y Marina desde siempre.
El destino de la casa se debatió durante años. Sergio no encontraba salida. Iker seguía siendo cruel, Marina buscaba sacar provecho. Hablaban el mismo idioma, pero sus palabras eran veneno.
—Iker, el vecino de abajo tiene una fuga. Mejor asegurar la casa —dijo Sergio.
Iker solo oyó burla: *”Soy mejor que tú, pringado”*.
—¡Gracias por la limosna! ¿Es todo? —le espetó.
Con Marina fue igual. A la misma frase, respondió:
—¡Ay, Sergio, qué haríamos sin ti! ¿Ya pagaste? ¡Eres un cielo!
Pero Sergio sabía que sus halagos ocultaban desprecio. Le daba pena su hermana, cuyo orgullo alejaba a todos. Alguna vez fue buena, pero la vida la quebró.
Un día, Iker llamó a Marina:
—Sergio mandó a un notario. Nos cedió su parte, mitad para ti, mitad para mí. DDijo que no volvería a hablar con nosotros, y ahora esta casa medio derruida es lo único que nos une.