El papel arrugado descansaba en el cajón de su escritorio, junto a la carta de dimisión. Una extraña sensación se apoderó de mí, como si aquel trozo de papel estuviera allí esperándome solo a mí.
Lo tomé, y de pronto recordé mi infancia en Sevilla, cuando jugábamos a espías con los otros niños. Escribíamos mensajes secretos con leche en papel, y luego los leíamos al calentarlos sobre una vela. Irene y yo habíamos hablado de esos juegos una tarde, tomando café y riéndonos de tonterías…
No pude esperar al almuerzo. Corrí a casa como un loco, el corazón acelerado, no por miedo, sino por presentimiento. Encendí la cocina, acerqué el papel al fuego, y… las palabras aparecieron. Como en la infancia. Solo que ahora revelaban una verdad adulta y dolorosa.
«Si lees esto, es que no me equivoqué. Lo recordaste y lo entendiste. Todo pudo ser diferente. Pero debes saber que cada vez que me humillabas, matabas todo lo que sentía por ti. Creo que incluso disfrutabas burlarte de mí. Quizá eso es todo lo que eres capaz de dar.
Alguien te hizo daño una vez, y ahora rompes a quienes no pueden—o no quieren—devolvértelo. ¿Crees que no podía devolver el golpe? Podría. Pero entonces habría dejado de ser yo.
Puedes ganar una batalla y perder la guerra. No me busques. Adiós. —Irene.»
Me quedé inmóvil, con la carta en las manos. ¿Por qué? ¿Por qué la había odiado con tanta furia? ¿Por qué la había amado de esa manera violenta, desesperada?
Ella llegó a la oficina sin avisar. Entró, y de pronto el gris despacho del tercer piso de aquel viejo edificio en Barcelona se llenó de aire fresco, de luz y del aroma de un jardín al amanecer.
No era una belleza convencional, pero tenía algo que me desequilibraba. Yo, un hombre experimentado, que había conocido mujeres de todo tipo—elegantes, rebeldes, sofisticadas, sencillas—de pronto perdí el norte. Todo lo que me había atraído antes dejó de importar.
Estaba acostumbrado a ser el centro de atención, a los coqueteos, a los juegos. Rubias, morenas, pelirrojas… todas pasaban por mi vida con facilidad. Citas, flores, historias cortas, y luego libertad. Yo elegía. Yo controlaba. No pedía; tomaba.
Pero Irene…
Solo quería apoyar la cabeza en sus rodillas, respirar su perfume, tocar aquellos mechones castaños, sentir el roce de su muñeca, escuchar su risa, ver cómo se mordía el labio cuando estaba nerviosa.
Ella trabajaba bajo mi mando, en todos los sentidos. No era la estrella del equipo, pero cuando algo complicado caía en sus manos, lo resolvía sin perder el tiempo. Con precisión, sin quejarse.
Empecé a disfrutar gritándole. Su sola presencia parecía darme permiso para ser cruel. Se encogía, se volvía frágil, y en esos momentos me sentía un dios. Si hubiera llorado, si hubiera estallado… quizá me habría arrepentido. Le habría pedido perdón. Tal vez habría cambiado.
Pero ella aguantó. En silencio. Sin reproches. Sin debilidad. Y eso me enfurecía más. Intenté llamar su atención: dejaba chocolates en su mesa, le regalaba pequeñas cosas. Complacencias con segundas intenciones. Miradas que escondían más. Ella lo sabía. Y yo sentía que algo en ella también latía.
A veces creía que si tan solo le tocaba la mano, el tiempo se detendría. Y un día me atreví. La abracé. Suavemente. Casi con ternura. Y ella… se apartó. Me miró a los ojos. Callada. Sin reproches. Sin drama.
Fue peor que una bofetada.
Era un desafío. Mi igual. Pero no quería admitirlo. Necesitaba sentirme superior. No estaba dispuesto a ser vulnerable. No ante ella.
La observaba. Cómo resolvía problemas. Cómo manejaba el estrés. A mis colegas también les gustaba. Demasiado. Uno incluso la invitó a cenar. Lo vi todo. Y la rabia me hervía por dentro.
Monté escenas de celos. Hablaba por teléfono con otras mujeres delante de ella, exagerando risas, coqueteos, planes. Y ella… simplemente se cerraba. Ni una mirada, ni un gesto.
Estaba seguro de que algo sentía por mí. Lo notaba en el aire. Creí que se quedaría. Que aguantaría. Que tarde o temprano cedería.
Pero se fue. Sin dramas. Sin escándalos. Simplemente desapareció.
El viernes no fue a trabajar. Teléfono apagado. Correo bloqueado. El proyecto en el que trabajaba quedó abandonado. Me quedé como un tonto. Ante la empresa, ante mí mismo.
Se esfumó. Como humo. Como una nube. Inalcanzable. Efímera. Mía y no mía.
Y yo pensé… pensé que el control lo tenía todo. Que se podía forzar, dominar, torcer la realidad.
Me equivoqué.
Así también ocurre.
**A veces, el verdadero poder no está en retener, sino en saber cuándo soltar.**