Un día de esos en que no duele, pero molesta

**Una de esas noches que no duele, pero pesa**

En la parada cerca del antiguo mercado central de Valladolid, una mujer esperaba. Fumaba, protegiendo el cigarrillo del viento con una mano mientras con la otra apretaba contra sí una bolsa de tela gris. Abultaba en el fondo, como si no llevara objetos dentro, sino preocupaciones. Se mantenía al borde de la acera, como defendiendo ese metro de tierra, el único pedazo estable en un mundo borroso y desdibujado.

Se llamaba Estrella. Tenía cuarenta y ocho años, aunque aparentaba menos. Rostro delgado, pómulos marcados, el pelo recogido en un moño descuidado. Los ojos claros, pero con ese círculo azulado bajo los párpados que no viene del insomnio, sino de la ausencia constante—de atención, de calor, de milagros pequeños.

No estaba rota ni derrotada, solo cansada. Cansada de días repetidos, del chirrido del despertador, de las frases vacías—*”bien”*, *”igual que ayer”*—que usaba para ocultar lo que realmente sentía. Cansada de que cada noche terminara igual: en silencio, sin preguntas, sin nadie a su lado. Cansada de tener que recomponerse cada mañana solo para atravesar el día.

Se despertó a las siete. Las tablas del suelo crujieron: su hijo, Adrián, se preparaba para el instituto. Masculló un *”hola”* sin mirarla y salió sin entrar a la cocina. Ella permaneció un rato más en la cama, observando las grietas del techo, antes de levantarse.

En el espejo, un rostro. Sin enfado, sin alegría, ni siquiera irritación. Solo un rostro. Bebió el café de pie, apoyada en la mesa, se abrigó con la chaqueta, cogió la bolsa y salió. El día no empezaba, simplemente seguía al anterior.

Hoy tenía que ir al centro—recoger un informe médico, pasar por el neurólogo y, con suerte, comprarle una chaqueta nueva a Adrián. La acera estaba resbaladiza y húmeda. La gente pasaba a su lado corriendo; ella caminaba con la bolsa pegada al cuerpo, como si fuera su único escudo. Por el camino, compró dos empanadillas de atún. Se comió una y envolvió la otra en un pañuelo, para el hombre sin hogar que solía estar junto al metro. Hoy no estaba. Dejó la empanadilla en un banco. Por si acaso.

El médico tenía cola—cuatro señoras mayores hablaban animadamente de la tensión, de sus huertos y, cómo no, de lo pequeño que era el consultorio: *”Pobre doctor, aquí se ahoga”*. Estrella se sentó junto a la pared, mirando el móvil. Explosiones, muertes, tragedias ajenas, sonrisas brillantes que no le decían nada. Cerró la pantalla. No porque le importara, sino porque ya nada le importaba.

El neurólogo habló de *”trastornos vegetativos”* y *”necesidad de descanso”*. Ella asentía, fingiendo escuchar. Pero en su cabeza solo había una pregunta: ¿dónde encontrar un lugar donde poder tumbarse y no pensar? No ser fuerte, no sonreír, no resistir. Desaparecer, aunque fuera por un día.

Afuera hacía más frío. El viento se colaba por el cuello de la chaqueta. Compra un café en un quiosco y lo bebe a pequeños sorbos, como si fuera el último resto de calor. Se sienta en un banco del parque, la bolsa sobre las piernas, el aliento atrapado en la bufanda.

Un hombre se sienta a su lado. Aparentaba poco más de cincuenta, arrugas alrededor de los ojos, hombros cansados. Sin mirarla, dice en voz baja:

—Hace frío. Y aun así, no tengo ganas de volver a casa.

Ni siquiera se sorprende. Como si él hubiera leído sus pensamientos. Hablan. Del trabajo. De la comida. De cómo la vida da vueltas raras. Él es vigilante nocturno en un supermercado. Su mujer se fue a vivir con su hija y parece que no volverá. Las cartas cada vez llegan menos. Ya ni las abre.

Ella trabaja en correos. Vive con su madre, que olvida nombres, fechas, incluso su propio reflejo. Por las noches se levanta buscando a su padre, muerto hace cinco años. Hablan con calma, casi como si no hablaran de dolor, sino del tiempo.

Guardan silencio. Beben café. El viento mueve los faldones de su abrigo. Finalmente, él se levanta y, casi avergonzado, dice:

—¿Le importa si la recuerdo?

—No. Solo que no me confunda.

Sonríe por primera vez.

—No la confundiré. Es solo… que quiero recordar que alguien más existe. No en el móvil, ni en la tele. Sino de verdad.

Se va sin mirar atrás. Ella se queda, siguiéndolo con la mirada hasta que el viento lo borra.

Por la noche, Adrián vuelve. Le calienta la cena, le pregunta por su día. Él encoge los hombros, absorto en el móvil. Hasta que, de pronto, levanta la vista:

—¿Y tú? ¿Qué tal tu día?

El tenedor se detiene en su mano. Como si esas cuatro palabras encendieran algo dentro de ella. Responde despacio:

—Un día más. Entre tantos.

Él asiente. Y esta vez no aparta la mirada de inmediato. Es poco. Pero en su mundo, donde los días se suceden iguales, como fotocopias, hasta eso significa algo.

Y acostada en la oscuridad, de pronto piensa: quizá alguien, en algún lugar, recuerda aquel banco, aquel café, y el silencio que dejó espacio para un gesto de bondad.

Y esa idea le basta. No como un milagro, sino como un ancla. Para levantarse otra vez al día siguiente. Y salir—a una de esas noches que no duelen, pero pesan.

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Un día de esos en que no duele, pero molesta