Sueños rotos y un milagro de Navidad
Lucía llevaba más de un año saliendo con Jorge. Sus citas eran tan escasas que podían marcarse en el calendario con rotulador rojo, como días festivos. Él vivía en Zaragoza y solo viajaba a su pequeño pueblo cerca de Valencia por temas de trabajo. Tenían grandes planes para el futuro, y en esta Navidad iban a decidir quién se mudaba con quién. Pero de repente sonó el teléfono. Lucía se sobresaltó al ver que era Jorge.
—Hola, cariño —dijo ella, intentando sonar dulce a pesar del caos del día.
Pero al otro lado, una voz femenina cortante la interrumpió:
—¡Hola, alcahueta!
Lucía se quedó paralizada, sin poder articular palabra.
Esa mañana, todo había salido mal. Desde la oficina, la llamaron para firmar un contrato urgente con socios extranjeros. A nadie le importaban sus planes, ni la cita en la peluquería que llevaba semanas esperando. El director general disfrutaba en una playa mientras ella, refunfuñando, maldijo en voz baja, pidió un taxi y se dirigió al trabajo.
Al salir del edificio, recordó que tenía que recoger el vestido que su amiga Nuria, costurera de oficio, le había ajustado. El vestido, comprado para la Nochevieja, le quedaba como un saco. Lucía prefirió pensar que había adelgazado y no que la tela era de mala calidad. Llamó a su amiga:
—Nuria, lo siento, ¡se me olvidó el vestido!
—Lucía, ¿dónde estabas? ¡Llevo una hora llamándote! —gritó Nuria entre el bullicio de la estación.
—Es este maldito trabajo —suspiró Lucía—. ¿Y el vestido? ¿Puedo pasar a recogerlo?
—Lo siento, Lucía —su voz tembló—. Ya estamos en el tren, sale en media hora.
Lucía bajó el teléfono, sintiendo cómo se desvanecían sus esperanzas. «Bueno —pensó—, sin vestido, sin peinado, pero es Nochevieja. Pronto llegará Jorge y lo celebraremos juntos. No todo está perdido».
A sus veintiséis años, Lucía seguía siendo una romántica que creía en los milagros. Incluso después de un día horrible, esperaba que la magia de la Navidad llegara.
Cuando el teléfono sonó de nuevo, se sobresaltó, distraída en sus pensamientos. Al ver el nombre de Jorge, respiró hondo para sonar alegre.
—Hola, cariño —empezó.
—¡Hola, alcahueta! —la interrumpió la misma voz femenina—. ¿Pensabas que dejaría a su familia por ti? ¡Bórralo de tu vida o te arrepentirás!
El silencio en la línea la dejó aturdida. Las pocas citas, los fines de semana sin respuestas, las excusas de Jorge… todo cobró sentido. Caminó lentamente hacia la parada, apoyándose en una farola, mirando al vacío. «Alcahueta». La palabra le quemaba como un hierro. Su mundo se desmoronó en un instante. El año terminaba, llevándose consigo todo en lo que había creído.
—¿Señorita, está bien? —una voz grave la sacó de su ensimismamiento. Un hombre con barba poblada y un abrigo rojo con cuello blanco la miraba con preocupación.
—No —susurró Lucía, conteniendo las lágrimas—. ¿Y usted quién es?
—Papá Noel, ¿quién si no? —sonrió él—. Venga, suba al coche, ¡que se va a congelar!
La tomó del brazo y la guió hacia un vehículo. Lucía, demasiado confundida para protestar, entró. Al arrancar, reaccionó:
—¡Pare! ¿Adónde me lleva? ¡Déjeme aquí!
El conductor se detuvo en el arcén y la miró:
—Solo quería ayudar. Iba a un café a invitarla a un chocolate caliente. Estaba ahí, helándose, con la mirada perdida. Es Nochebuena, y yo… bueno, soy un poco Papá Noel.
La última frase sonó torpe, pero Lucía no pudo evitar reírse. Una risa que brotó sin control, aliviando el dolor del día: el vestido estropeado, la cita perdida, la traición de Jorge y este extraño «Papá Noel».
—Perdone —dijo entre lágrimas y risas.
—No pasa nada —respondió él con calidez—. El año viejo se lleva lo malo. Todo mejorará. Mire, mi mejor amigo canceló nuestra cena de hoy. Quince años de tradición, ¡al traste! Todo por su nueva esposa.
De pronto, Lucía sintió un alivio. Quizá fuera el frío o esa extraña compañía, pero el peso en su pecho se aligeró.
—Seguro que la esperan —dijo el hombre al encender el motor—. ¿Adónde la llevo?
—A ningún sitio —sonrió con tristeza—. No tengo planes, ni vestido, ni peinado. Estoy más libre que el viento. Ni siquiera sé qué hacer.
—¿Entonces celebramos juntos? Conozco un sitio acogedor, prometen una noche mágica.
—Me encantaría, pero debo cambiarme —respondió Lucía. No quería estar sola esa noche.
En casa, se vistió rápido y volvió al coche con una sonrisa y emoción. En el café, iluminado por luces cálidas, pudo ver bien a su acompañante.
—¿Por qué va disfrazado de Papá Noel? —preguntó, curiosa.
—Ah, es una historia larga y graciosa —rió él, quitándose la barba postiza—. Me llamo Antonio.
—Lucía —respondió, tendiéndole la mano—. Cuénteme, Antonio. Hoy solo he tenido malas noticias.
Antonio pidió chocolate caliente y comenzó a hablar. La conversación fluyó, y las penas se disiparon como la nieve al sol. Afuera, los copos caían suavemente, y el Año Nuevo llamaba a la puerta.
Así terminaba el año viejo, llevándose el dolor y las decepciones. Y el nuevo traía para Lucía y Antonio el comienzo de algo luminoso y verdadero: una historia nacida bajo las luces navideñas. Lucía supo entonces que los milagros existen, aunque lleguen de la forma más inesperada.
A veces, la vida rompe nuestros planes para darnos algo mejor.