Corazones rotos y un hechizo secreto
Olga regresó a casa después de una reunión de padres en un pequeño pueblo cerca de Burgos. Nada más cruzar la puerta, se dirigió a la habitación de su hijo y comenzó una charla educativa.
—Mamá, ¡ya basta! ¡Estoy harto de tus sermones! —no pudo aguantar más Arturo.
—¿Qué quiere decir ya basta? ¡Si acabo de empezar! La señorita Dolores está muy descontenta contigo —Olga lo miró con reproche.
—¡Hago lo que quiero, como papá! Ahora entiendo por qué tiene a otra mujer… ¡seguro que lo cansaste igual que a mí! —soltó Arturo de golpe.
—¿Qué otra mujer? ¿De qué estás hablando? —Olga se quedó paralizada, su voz tembló de sorpresa.
Olga volvía de la reunión donde la profesora se quejaba otra vez de Arturo: no hacía los deberes, se distraía en clase, contestaba mal. ¿Qué le pasaba al niño? Estaba distraído, callado, no contaba nada. Había que hablar con su marido, que el padre se encargara.
De pronto, vio el coche de su esposo, estacionado junto a la acera. ¿Habría venido a buscarla? ¡Qué detalle! Olga apuró el paso, pero se detuvo en seco. De él bajó su marido, Óscar, con un ramo de flores, pero no se dirigía a ella, sino a una desconocida. La mujer lo abrazó, tomó las flores y se marcharon.
Olga se quedó clavada en el sitio. ¿Quién era esa mujer? Alta, pelirroja, con un vestido ajustado… todo lo contrario a ella, menuda y de pelo corto y oscuro. Óscar le había dicho que se quedaría trabajando hasta tarde, que tenía un proyecto nuevo con los compañeros. ¿Era esa mujer su compañera? En quince años de matrimonio, Olga nunca había dudado de su fidelidad.
Se casaron por amor al salir de la universidad. Los padres de Óscar, gente adinerada, les regalaron un piso en el centro de Burgos. Sus suegros la adoraban, y más tarde, cuando nació su hija, la colmaron de cariño. Óscar tomó el puesto de su padre en la empresa familiar cuando este se jubiló. Al principio fue difícil, pero lo logró, y sus empleados lo respetaban. Con su sueldo vivían bien: compraron una casa en la sierra, iban allí con amigos y familia, viajaban al extranjero. Óscar le propuso a Olga dejar su trabajo de enfermera para dedicarse a la familia, pero ella amaba su profesión, ayudar a la gente era su vocación.
¿Y ahora qué? Si tenía a otra, era que ya no la amaba. Pronto se iría con ella… Las lágrimas le quemaron las mejillas. ¡Qué dolor, qué injusticia! ¿Qué le faltaba? No eran solo marido y mujer, sino mejores amigos, lo compartían todo, y su intimidad nunca había sido un problema. ¿Cómo pudo traicionarla así? Óscar nunca había mirado a otras mujeres, aunque era un hombre atractivo.
En casa, Olga habló con su hijo.
—Mamá, ¡déjame ya! ¡Tus discursos me agotan! —replicó Arturo.
—¿Cómo que ya? ¡La señorita Dolores dice que te has vuelto un insolente!
—¡Hago lo que me da la gana, como papá! Ahora entiendo por qué tiene a otra…¡lo asfixiaste igual que a mí!
—¿Qué mujer? ¿Qué dices? —la voz de Olga se quebró.
—Lo vi en un café con una fulana. Pasaba por allí y no me vio. ¿Qué me cuentas ahora?
Olga se desplomó en el sofá, cubriéndose el rostro. Las lágrimas brotaron sin control.
—Mamá, no llores… —Arturo, siempre protector, no supo qué hacer.
—Así es, hijo… Vivíamos felices, nos queríamos, y ahora esto…
—Mamá, estas cosas pasan. Yo también quiero a papá, pero si te hace esto, que se vaya. Sobreviviremos. Ya tengo trece, no soy un niño… Pero duele. Me siento traicionado.
Arturo le alcanzó un pañuelo. Olga se secó las lágrimas y lo abrazó.
—Hablaré con él. Que me lo diga todo cara a cara.
Horas más tarde, Óscar llegó a casa. Parecía agotado.
—Olga, ya cené con los compañeros. Voy a ducharme y a dormir. Estoy hecho polvo.
—Óscar, te vi… Regalabas flores a esa mujer y os fuisteis. Volvía del colegio…
Óscar se quedó inmóvil, palideciendo.
—¿Me viste? Sí… Tengo una relación con mi nueva ayudante, Carla. No sé cómo pasó.
—¿Y ahora qué? ¿Te vas de casa?
—Olga, no quiero irme… Pero siento algo por ella, como un imán. Te quiero, pero es como una obsesión. Ella tomó la iniciativa, me invitó a su casa a revisar unos documentos. Me presentó a su madre, cenamos juntos. Después me llamó otra vez, y no supe decir que no. Y… me enamoré. Nos veíamos en nuestra casa de la sierra. Perdóname…
—¿En nuestra casa? ¡¿En nuestro hogar?! ¡Óscar, cómo pudiste! —Olga apenas podía respirar del dolor.
—Lo siento. Será mejor divorciarnos. No puedo fingir que no pasó nada. No abandonaré a Arturo, os ayudaré. El piso es vuestro, me quedo con el coche y la casa de la sierra.
—¡Ya lo decidiste todo! Ella es joven, se aburrirá y te dejará. ¡Usa la cabeza!
Al día siguiente, Óscar recogió sus cosas y se fue mientras Olga y Arturo no estaban. A su hijo le dejó una carta explicando su decisión. Olga miró los estantes vacíos del armario, y el corazón se le partió de dolor. Lo había amado con toda su alma, siempre. El dinero nunca fue lo importante para ella, sino la familia, sus seres queridos sanos y felices. ¿Divorcio? Que lo pida él, si tanto lo desea. Ella y su hijo saldrían adelante.
Su suegra llamó llorando:
—Olga, Óscar me contó todo. ¿Cómo pudo pasar? ¡Si todo iba tan bien! ¿Crisis de los cuarenta? ¿Y ahora? ¿Para qué quiere a esa chica? Tienes un hijo, eras una esposa maravillosa…
—Ana María, estoy en shock. Arturo está resentido, no quiere hablar con su padre.
—Ay, qué desgracia… Ánimo, cariño. Os queremos, no os abandonaremos.
—Gracias. Nosotros también os queremos.
Dos semanas después, Óscar volvió por más pertenencias.
—Olga, hola. ¿Puedo recoger unas cosas?
—Pasa, llévatelas. —Olga se sorprendió al verlo: demacrado, más delgado, con mala cara.
—Arturo no contesta mis llamadas. Lo entiendo, está dolido. Quizá con tiempo…
—Quizá. Te ves fatal. ¿Esa jovencita te está chupando la vida? —soltó Olga con sarcasmo.
—Algo me pasa. Debilidad, sin ganas de nada. Carla me irrita, pero no puedo dejarla.
Olga se lo contó a su compañera Esperanza, con quien había trabado amistad tras años de trabajar juntas en el hospital.
—Olga, esto no me cuadra. Mi vecina entiende de estas cosas. ¿Vamos a verla?
—No creo en esas tonterías. Soy enfermera, ¿qué sabré de magia?
—Ve por acompañarme. Lleva una foto de Óscar, por si acaso.
Esa tarde fueron a casa de la vecina, la tía Remedios. Una mujer sencilla, en bata, nada de “bruja”. Tomó la foto de Óscar, encendió una vela y cerró los ojos. Olga contuvo la risa,Óscar volvió a casa al poco tiempo, arrepentido y liberado del extraño embrujo, y la familia lentamente recuperó la paz que nunca debió perder.