Me echó, acusándome de la enfermedad del niño: “No eres madre, eres un castigo

Él me echó, acusándome de la enfermedad del niño: “No eres una madre, eres un castigo”.

—¡¿Qué has hecho?! ¡Por tu culpa el niño está enfermo! ¡Lárgate! ¡Ahora mismo! ¡No quiero verte más en esta casa! —gritó él, sin un ápice de duda en su voz. Solo rabia y acusación.

Así puso Javier el punto final. No en una conversación, sino en nuestra familia.

Él estaba convencido: todo lo que le oció a nuestro hijo era culpa mía. La fiebre, la tos, las lágrimas del niño… Todo, según él, por mi negligencia. Que si era una mala madre, que si no me había cuidado, que si “nunca hacía nada bien”. Y era imposible hacerle cambiar de idea. No escuchaba, no quería escuchar.

Me aferré a la pared del pasillo mientras él recorría el piso como un huracán, cerrando puertas con violencia, reorganizando la ropa del niño con gestos furiosos. En la otra habitación, nuestro hijo yacía febril, somnoliento, débil. Yo había pasado toda la noche a su lado, dándole agua, bajándole la fiebre, sin apartarme ni un instante. Y ahora… ¡”Lárgate”!

Cuando Javier terminó de acostar al pequeño, se acercó a mí. Su rostro era una máscara de frialdad. Sus ojos, puro hielo.

—¿Por qué sigues aquí? Te lo he dicho: vete. Olvídate del niño. No necesita una madre como tú. Y no quiero volver a verte.

No grité. No discutí. Solo susurré que amaba a mi hijo, que estaba dispuesta a cambiar, a ser mejor. Le supliqué que parara. Pero no escuchó.

—Solo estorbas. Solo le haces daño, Lucía —dijo, como si escupiera cada palabra—. Ya lo tengo todo claro.

Empacó mi bolso. Abrió la puerta en silencio. Y señaló la salida.

No recuerdo cómo acabé en la calle. Todo se difuminaba ante mis ojos. Hacía frío, mis manos temblaban, y en mi mente solo resonaba una idea: “He dejado a mi hijo… Me han expulsado de su vida”.

Javier no contestó al teléfono al día siguiente. Ni una semana después. Me bloqueó en todas partes.

Escribí mensajes, llamé a su madre, supliqué que al menos me dejaran verlo. Pero nadie respondió. Era como si hubiera dejado de existir.

Yo soy madre. Llevé a ese niño en mi vientre nueve meses. Lo di a luz, le canté nanas, estuve con él en noches de insomnio, lo abracé cuando le dolían los dientes.

Y ahora… era “nadie”.

Javier decidió que tenía derecho a arrebatarme a mi hijo. No fue un juez, ni los servicios sociales. Solo un hombre resentido porque su hijo se resfrió.

Y yo no tenía la culpa. Era un catarro común. Otoño, corrientes de aire, la escuela infantil llena de niños tosiendo. Pero para Javier fue el pretexto. El pretexto para acabar conmigo.

No sé cómo terminará esto. Pero no me rendiré. Encontraré la manera. Aunque tenga que ir a juicio, aunque tarde años… recuperaré a mi hijo.

Porque soy su madre. Y ser madre no es un cargo temporal. Es para siempre. Incluso cuando tu vida queda al otro lado de una puerta cerrada.

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Me echó, acusándome de la enfermedad del niño: “No eres madre, eres un castigo