—Elena, ¿por qué te metes en esto? —susurran sus amigas—. Ella no es nadie para ti. Si tu hijo se casa otra vez, se olvidará de ti. Y tu nieto crecerá sin recordarte. Solo gastarás tus ahorros y tus nervios en vano.
Pero yo me avergüenzo. Me avergüenzo de haber criado a mi hijo sin una figura paterna, y ahora pago por lo que no le di entonces: conciencia.
Mi Adrián se casó hace siete años. Su esposa, Lucía, vino a estudiar a nuestra ciudad, Valladolid. Pronto se fueron a vivir juntos, alquilando un piso mientras construían su vida. Con Lucía nunca hubo buena química. Nunca discutimos, pero siempre hubo un muro entre nosotras.
Yo no me entrometí. Trabajaba de mañana a noche, aún sin pensar en la jubilación. Visitaba su casa cuando me invitaban, y a veces iba por mi cuenta.
A los dos años nació su hijo, Javier. Seguían en un piso de alquiler, soñando con una hipoteca. Pero cuando el niño empezó la guardería, las peleas comenzaron.
Adrián me aseguraba que no había otra mujer. Pero yo soy su madre, y sé cuándo algo no va bien. Y así fue: en cuanto Javier entró en la guardería, mi hijo pidió el divorcio.
—Mamá, no lo conviertas en un drama. Pagaré la pensión. Además, Marta está embarazada, ella es ahora mi familia. Que Lucía se apañe sola. Puede volver a su pueblo, allí el aire es más puro —dijo, sin mirarme a los ojos.
Tuvimos una gran pelea. Lucía no quería irse; en su pueblo cerca de Toledo no había trabajo ni guardería. Sus padres tampoco la recibirían con los brazos abiertos. Buscó una habitación porque no podía pagar el piso sola.
Yo seguí en contacto con ella. Cuando mi sobrina me dio ropa de su hijo, me ofrecí a llevársela para probársela a Javier. Fui a la hora de comer y encontré a Lucía dándole de almorzar. Me invitó a un plato de cocido.
—No me gusta el cocido sin carne… —murmuró el niño—. Mamá no pudo comprar pollo porque hay que pagar el alquiler.
Lucía se giró hacia la ventana y lloró en silencio.
No pude soportarlo. Le pedí permiso para llevar a Javier al parque. Compré comida y dulces. Mientras volvíamos a casa, recordé cómo en mi infancia comía cocido sin nada en los años difíciles. Solo que entonces era la posguerra, y ahora, un padre desentendido.
Desde ese día, empecé a ayudarla con dinero. Mi hijo no supo nada… hasta que un día Javier se le escapó.
—¿En serio? ¿No puedes comprarle una bicicleta a tu nieta, pero a ellos les pagas el alquiler? —estalló Adrián.
—¿Prefieres que tu hijo duerma en la calle? —contesté—. Tú huiste de tus responsabilidades, y ella lucha sola. Me das vergüenza. Por eso ayudo, para compensar tu indiferencia.
—¿Así que eliges a una extraña antes que a tu propio hijo?
Que así sea. Pero mi nieto no es un extraño. Y mientras yo viva, no comerá cocido con solo agua. Aunque mi hijo nunca lo entienda.