Oye, te voy a contar una historia que te va a partir el alma. Una historia de traición familiar y de un rescate que llegó cuando ya casi no quedaba esperanza.
Vicente Martínez estaba en el balcón de su viejo piso en un bloque de cinco plantas en Madrid, fumando con los nervios a flor de piel. Las manos le temblaban, el corazón le latía como si quisiera salirse del pecho. ¿Quién le habría dicho que, a sus 72 años, acabaría siendo una carga para todos? Y eso que no hacía tanto que tenía un hogar, una familia, una esposa a la que adoraba…
—Papá, ¿otra vez con eso? —entró como un torbellino Lola, su única hija—. Solo te pedimos que nos des tu habitación. Pablo y Adrián ya son mayores y duermen en un sofá-cama. ¡Es muy incómodo!
—Lolita… —murmuró Vicente—. ¿Por qué tengo que acabar mis días en una residencia? Si no os cabe, podéis alquilar algo o iros a vivir con tu suegra. Yo no sobro en esta casa…
—Gracias, papá, me has dejado claro lo que opinas —dijo Lola, cerrando la puerta de un golpe, dejando atrás el aroma de su perfume y un regusto amargo.
Vicente se dejó caer en el sillón, acariciando a su viejo perro, Canelo, y de pronto notó cómo las lágrimas le nublaban la vista. Hacía años que no lloraba, pero esta vez no pudo evitarlo. Cinco años sin Nati… Habían compartido cuarenta, juntos en todo, y jamás habría creído que su hija —su Lola— le haría algo así.
La habían criado con amor, dedicación. Todo lo mejor para ella. Pero creció fría y calculadora.
—Abuelo, ¿es que no nos quieres a Adrián y a mí? —entró corriendo Pablo, de ocho años—. ¡Mamá dice que eres un egoísta porque no nos das tu cuarto!
—Chiquillo, ¿quién te ha dicho eso…? —la voz de Vicente se quebró.
Comprendió que su hija había vuelto a los niños contra él. El anciano respiró hondo y acabó cediendo:
—Vale. La habitación será vuestra.
Lola entró al instante, con los ojos brillantes.
—¡Papá, ¿en serio?! ¡Gracias! Ya he hablado con un sitio estupendo, una residencia con todos los cuidados. Y no abandonaremos a Canelo, ¡te lo prometo!
Dos días después, Vicente se encontró en un asilo barato en las afueras de Madrid. Humedad, paredes descascarilladas, miradas tristes de otros ancianos. Nada del “cuidado” y “comodidad” que prometió su hija. Solo un lugar para olvidados.
—¿Nuevo? —preguntó su compañera de habitación—. Me llamo Rosa. ¿También te han plantado aquí los tuyos?
—Sí —asintió Vicente—. Mi hija. Quería mi habitación.
—A mí ni hijos tuve. Le dejé el piso a mi sobrino… y él me trajo aquí con una maleta. Al menos no me dejó en la calle.
Hablando, recordando el pasado, se hicieron amigos. Con el tiempo, Rosa se convirtió en la única luz para Vicente. Paseaban por el patio gris, tomaban el sol cogidos de la mano, como dos jóvenes de veinte años.
Pero su hija nunca apareció. Ni siquiera cogía el teléfono. Vicente solo quería saber: ¿qué había sido de Canelo? ¿Seguía vivo?
Un día, tropezó con su antiguo vecino, Julián.
—¡Vicente Martínez! ¿No te habías ido al pueblo, como dijo Lola? ¿Y Canelo…?
—¿Cómo? —la voz de Vicente tembló—. ¿Qué le pasó al perro?
—Lo dejó en la calle. Yo lo recogí y lo di a una buena familia. Es un animal de oro. Y ella… dicen que alquiló el piso. Vive con su marido en casa de la suegra. ¿Qué le pasa, Vicente? ¿Cómo pudo…?
Vicente se tapó el rostro y, derrotado, susurró:
—Hijo… Quiero volver a casa.
—No estás solo. Soy abogado. Te ayudo. Dime, ¿renunciaste a la propiedad?
—No. Pero ella tiene contactos… Puede que…
—Pues prepárate. ¡Vamos a solucionarlo!
Antes de irse, Vicente se asomó al cuarto de Rosa:
—Rosi, no llores. Volveré. Y por ti también. Te lo prometo.
—¿Para qué me quieres, vieja como soy…? —musitó ella.
—No digas tonterías. Te necesito.
Al llegar al piso, encontraron una cerradura nueva. Julián actuó. Resultó que Lola lo había alquilado, esperando que su padre desapareciera para siempre. Pero los documentos que preparó eran inválidos. Con ayuda judicial, Vicente recuperó todo.
—Gracias, hijo… Pero tengo miedo. ¿Qué más tramará?
—Vendiendo el piso, le tocará su parte. Con lo demás, puedes comprar una casita en el campo. Tranquilo, en paz. Nadie te molestará.
Meses después, Vicente y Canelo se instalaron en una casita con jardín. Y pronto, Rosa se mudó cerca. Juntos plantaron manzanos, criaron gallinas y cada atardecer lo compartían cogidos de la mano.
Sí, la vida puede ser cruel. Pero la bondad siempre encuentra su camino. Incluso en la noche más oscura.