El Precio de una Broma

**El precio de una broma**

Quince años juntos. Una familia normal de Sevilla: Francisco y Carmen, con sus dos hijos, Javier y Lucia. Unidos, bondadosos, bien considerados entre sus amigos. Todos los llamaban el matrimonio perfecto. Vivían en armonía, sin peleas, con respeto y cariño. Parecía que la felicidad había echado raíces en su hogar.

Francisco era el alma de la fiesta, un bromista nato. Su pasión: las trastadas. No las inofensivas, sino esas que ponen los pelos de punta.

Podía envolver plastilina en un papel de caramelo, idéntica en color y forma. O rellenar galletas con pasta de dientes. Le encantaba servir salsa de soja en una botella de refresco, simulando una Coca-Cola. Una vez, en un dulce banquete, sus víctimas esperaban crema y encontraban barro. Él se partía de risa; los demás, no tanto.

—”Fran, por favor”— suplicaba Carmen una y otra vez—. “Hoy no. Que el aniversario pase tranquilo, sin tus tonterías”.

—”Lo juro, ni una broma. Solo celebración”— prometió él el día de su boda de cristal.

La casa se preparaba para los invitados. Carmen cocinaba, los niños decoraban el salón. A Francisco le dieron una lista enorme y fue al supermercado. Volvió dos horas después, pero le esperaba una sorpresa: otro coche ocupaba su plaza.

Refunfuñando, dejó una nota al “infractor” y aparcó en el patio. Las bolsas pesaban, pero tenía prisa; sin esos ingredientes, no habría comida.

Subió. Sacó la llave… y no giraba. El sudor le empapó la frente. El timbre sonó con una voz desconocida, no la de siempre. La puerta se abrió, y…

Una mujer en bata y rulos lo recibió.

—”¡Por fin! ¡Hemos llamado a todo el supermercado! ¿Dónde están los productos?”— dijo malhumorada.

Francisco se quedó de piedra.

Apareció el marido, un hombre robusto y afable llamado Antonio.

—”Rosa, debe ser el repartidor”.

—”¿Cuánto le debemos? ¿Tiene el ticket?”— Rosa ya rebuscaba en las bolsas.

—”Perdonen…”— la voz de Francisco tembló—. “Esta es mi casa. Calle Río Guadalquivir, número 12, piso 5, ¿no?”.

—”Sí, claro. La compramos hace cinco años a una mujer con hijos. Creo que se llamaba Carmen, y los niños, Javier y Lucía”.

Francisco casi suelta las bolsas. El corazón se le encogió. Sacó el DNI, mostró el empadronamiento. Todo correcto: piso 5.

—”Pase, vea usted mismo”— invitó Rosa.

Entró… y todo era distinto. Los muebles, la pintura, nada le resultaba familiar. Le dio un vuelco al corazón y se dejó caer en una silla. Aparecieron los hijos de Rosa, de la edad de los suyos. Risas, voces, bullicio. Parecía una pesadilla.

Llamó a Carmen.

—”Carmen… ¿qué pasa? ¿Dónde estás? ¿Por qué hay extraños en nuestra casa?”.

—”Carmencita, ¿vienes?”— se escuchó una voz masculina al fondo.

—”¡Ahora, cariño!”— respondió ella alegremente. Luego, al teléfono: —”¿Disculpe, quién es?”.

—”¡Carmen, soy yo, Francisco!”.

—”¿Quién? ¿Fran? ¿Estás de broma? Cinco años sin saber de ti y ahora apareces asi?”.

—”¿Qué cinco años?! ¡Yo solo fui al supermercado un par de horas!”.

—”Te fuiste el día del aniversario y desapareciste. Ni una palabra. Vendí la casa, no podía sola. Los niños crecieron. Tengo otra vida. Estoy casada. Vivimos en la casa de mi marido…”.

—”¡Espera! ¿Qué dices?”— las lágrimas le ahogaban—. “¿Esto es una broma? ¿Alucinación?”.

—”No, Fran. Tú nos gastaste bromas durante años. Hoy probaste tu propia medicina…”.

Y entonces… entraron los niños, Carmen, vecinos, amigos. Entre risas y aplausos.

—”¡Sorpresa!”— gritaron al unísono.

Las rodillas le flaquearon. Miró a su alrededor: caras conocidas. Todo un montaje teatral.

—”Era una broma”— confirmó Carmen—. “Llevamos seis meses planeándola. Queríamos que sintieras lo que es ser el blanco de tus chascarrillos”.

—”Estáis… locos…”— musitó él, buscando a tientas las gotas de valeriana.

—”Te presento a Antonio y Rosa. Actores del teatro local. Lo han hecho genial”.

—”¿Y el timbre? ¿Y la cerradura?”.

—”Antonio es manitas. Cambió todo según el guión”.

—”¿Y la voz al teléfono?”.

—”Mi hermano Pepe. Se tapó la boca con un pañuelo para que no lo reconocieras”.

Francisco se desplomó en el sofá, y Carmen le alcanzó un vaso de agua.

—”Mamá”— susurró Javier—, “¿no nos habremos pasado?”.

—”Ojalá entienda lo que se siente al ser el hazmerreír. Creo que ahora dejará las bromas”.

Y, efectivamente, lo entendió. Para siempre.

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