—¿Para qué te molestas con esa niña? ¡Ni siquiera es tu hija!
Esta es la historia de Lorena, tal como ella misma la contó y dio permiso para compartir. Todo es cierto. Todo resulta dolorosamente familiar para muchos.
Me casé por segunda vez. Mi primer marido, Javier, murió trágicamente en un accidente de moto cuando volvía a casa. Tenía veintiséis años, y mi hija Lucía apenas dos. Estábamos empezando a construir nuestra vida, organizando el día a día. Yo cargaba con una hipoteca, estaba en excedencia, sin trabajo ni apoyo. Los padres de Javier habían fallecido años atrás, y los míos vivían en un pueblo cerca de Albacete, luchando por salir adelante.
Pero, por extraño que parezca, alguien apareció. Era Pablo, amigo de mi difunto esposo. Nos visitaba a menudo, traía juguetes y fruta para Lucía, ayudaba con los quehaceres. Al principio me resistí—había enviudado hacía poco. Pero con el tiempo, me acerqué. Se volvió parte de nuestra familia. No sé quién me juzgaría, pero el corazón de los vivos busca a los vivos. A Javier no lo he olvidado, ni lo haré—sigue vivo en Lucía. Pero la vida continúa.
Un año después, Pablo y yo nos casamos. Su familia no lo celebró. Su madre, Carmen, fue clara desde el principio: «No queremos una mujer con un hijo ajeno». Pero Pablo se mantuvo firme. Insistió en que viviéramos juntos—en su casa grande en las afueras de Valencia, con huerto y jardín. Mi piso lo alquilaríamos para tener ingresos.
Acepté. Ingénua. Creí que sería una familia, con apoyo mutuo. Pero la realidad… Desde el primer día, mi suegra me daba órdenes: «Lava, corta el césped, cocina». A Lucía la ignoraba por completo, como si fuera invisible. Ni un «hola», ni un «¿cómo estás?». Ni siquiera pronunciaba su nombre. Mi hija se sentía como un fantasma en esa casa.
Yo trabajaba sin parar—en casa y en el huerto. La espalda me dolía, las manos llenas de callos. Y mi suegra, eternamente descontenta. Hasta que un día escuché una conversación que nunca olvidaré:
—¿Para qué te molestas con esa niña, Pablo?—decía su madre—. No es tuya. Solo gastas dinero en ella. Tengan un hijo propio, eso sí vale la pena.
—Mamá—respondió él, molesto—, ¡basta! Es mi familia, yo decido.
Fingí no haber oído nada, pero el corazón se me encogió. Esas palabras me atravesaron.
Después nació mi hijo, Adrián. Idéntico a Pablo—los ojos, la nariz, incluso el hoyuelo en la mejilla. Ahí sí mi suegra revivió. No se separaba del bebé. Pero a Lucía la seguía apartando: «No lo toques», «Aléjate de tu hermano». Un día la empujó con tanta fuerza que Lucía cayó al suelo. Ahí exploté.
—¡Basta!—grité—. ¡No es un estorbo ni un error! ¡Es mi hija, y la respetarás!
Hubo gritos, palabras duras. Pero después, mi suegra bajó el tono. Al menos dejó de maltratarla… aunque el cariño nunca llegó.
Hace poco pasó algo más. Pablo estaba en el sofá, en su día libre. Me llamaron del colegio: Lucía se había lesionado en gimnasia y la llevaban al hospital. Corrí hacia él:
—¡Vamos! ¡Lucía se ha hecho daño!
Pero él ni se inmutó:
—No es mi hija. ¿Para qué perder mi día libre? Ya se le pasará en el hospital.
Sentí asco. Pánico. Agarré a Adrián, salí y corrí a casa del vecino, que era taxista. Nos llevó al hospital. Por suerte, solo era un esguince, nada roto. Tratamiento y a casa.
Pero no a *su* casa. Llamé a los inquilinos: «Desalojen mi piso. En una semana nos mudamos».
Al anochecer, Pablo llamó:
—¿Dónde estás con Adrián? ¿Qué pasa?
Respondí tranquila:
—No volveremos. Tengo dos hijos. Si aprendes a querer a los dos, ven. Pero solo a *mi* casa.
Calló. Y colgó.
No sé qué decidirá. Pero yo ya tomé mi decisión: prefiero estar sola que vivir con quien no ve a mi hija como persona.