«Entrega el vestido: de suegras, intrigas y familias ajenas»

Lucía acababa de acostar a su hijo cuando llegó el mensaje: «Llego pronto». La remitente era Ana María, su suegra. Una mujer de carácter complicado, por decirlo suavemente. Ni cuidados ni afecto, solo arrogancia, narcisismo y una obsesión por aparentar juventud. Nadie sabía su edad exacta, pues ella evitaba mencionar cifras, afirmando que «en su alma tenía dieciocho años».

Cuando Lucía estaba embarazada, Ana María dejó claro que no contaran con ella. Su vida activa —gimnasio, bailes, citas— no incluía mecer a un bebé. Fue categórica:
—Ya crié a mi hijo. Ni un día más.

Diez minutos después, el timbre sonó. En la puerta estaba su suegra, con un vestido llamativo, peinada como una presentadora de televisión y zapatos de tacón tan altos que el eco parecía recorrer todo el edificio. Entró como si fuera su casa, dejó los zapatos sin cuidado y pasó a la cocina.

—Lucita, prepárame un té, ¿vale? Hoy he ido de aquí para allá, del trabajo a las tiendas… Agotada. Por eso he venido. ¿Recuerdas ese vestido verde que llevaste en la cena de empresa?

—Lo recuerdo —respondió Lucía, con cautela.

—Dámelo. Total, después del parto ya no te entra.

Lucía bajó la mirada. Las palabras le dolieron. Sí, su cuerpo había cambiado, pero escucharlo de boca de su suegra, con ese tono… era humillante. Pero Ana María, como siempre, no se detuvo.

—¿Ni siquiera vas a preguntar para qué lo quiero?

Lucía no respondió. Ya estaba acostumbrada a que su suegra estuviera siempre buscando un nuevo «príncipe»: alguien más joven, con más dinero. Su vida era un casting permanente. Ninguna relación le duraba más de dos meses.

—Tengo un nuevo pretendiente —continuó la suegra con orgullo—. Guapo, con coche y piso. Pero quizá un mujeriego. Quiero comprobarlo. Tú, Lucita, me ayudarás: le escribirás en las redes. A ver si pica.

—Lo siento, no participaré en eso —dijo Lucía con firmeza.

—¿Ah, sí? ¡Vaya sorpresa! Bueno, qué más da. Quédate con el vestido, a ver si con suerte lo usas de trapo, ¡total, ya no te sirve! —bufó Ana María antes de salir, cerrando la puerta de golpe.

Como era de esperar, la suegra se quejó a su hijo. Alejandro llegó a casa, escuchó ambas versiones. Sabía que su madre era impulsiva y requería «tacto», pero por dentro ardía de rabia.

—Hablaré con ella, no te preocupes —murmuró, abrazando a su esposa.

Pasaron días. En el cumpleaños de Alejandro había invitados, pero un viejo amigo no pudo asistir. En ese momento, Ana María llamó, no para felicitar, sino para lamentar otro romance fallido.

Después volvió. Trajo un tarro de mermelada y disculpas.

—Perdóname, Lucita. Me dejé llevar. Es que… estoy cansada. La soledad pesa. Busco y busco, pero solo encuentro decepciones. Mira Julián, por ejemplo… Íbamos a vivir juntos, pero su hijo me llamó y dijo que estaba destruyendo su familia. Que Julián tenía deudas, que estaba casado, y que yo solo era un consuelo temporal. Y dejó de hablarme. Como si me borrara de su vida.

—¿Quizá tuvo miedo? —preguntó Lucía con suavidad.

—Quizá… O quizá es un cobarde. Su hijo le amenazó con pagarle las deudas si cortaba conmigo. Y lo hizo. Así de simple. Seguro temía que lo arrastrara al registro y luego me quedara con su herencia. ¿Te imaginas?

Mientras Ana María se lamentaba, Lucía escuchaba en silencio. Entró Alejandro. Mientras comía, su madre retomó el drama: contó cómo la habían herido, cuán cansada estaba de estar sola. Quería que él, como siempre, la compadeciera.

—Mamá, ¿y si dejas de forzarlo? La persona adecuada llegará —dijo él con calma.

—¿Ah, sí? ¿Y mientras tanto qué? ¿Quedarme en casa a llorar?

—No, pero quizá menos dramatismo. Pasea con tu nieto, ve al parque. La vida no son solo romances.

—Ajá, claro. ¿Convertirme en niñera gratis? ¡No, gracias, ese niño es vuestra responsabilidad!

—Mamá, otra vez te lo tomas a mal. Encuentra algo que te llene, no solo problemas.

—¿Que me llene? ¡Quiero amor, no quiero estar sola! Y si me equivoco, ¡es mi vida! Y tú, dile a tu mujer que se cuide, porque tras el parto está irreconocible. Ni te mira, solo está con el niño. ¿Crees que así se mantiene un matrimonio?

—¡Basta! ¡No la ataques! Acaba de parir, necesita tiempo. En vez de criticarla, ¿por qué no la apoyas?

Ana María cerró la puerta con violencia. Lucía, tras la pared, lo oyó todo. Un nudo le apretó la garganta, pero sin palabras, abrazó a su marido.

Porque sabía que su suegra no cambiaría. Era así. Y lo único que quedaba era aprender a vivir con ello. O apartarse.

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