«¡Esto es demasiado!» — Se negó a recibir a huéspedes que convirtieron su hogar en un hostal gratuito

—¡Esto ya es demasiado! —Marina se negó a recibir a unos invitados que convirtieron su piso en una pensión gratuita.

A veces la vida te regala historias que parecen sacadas de una serie de comedia, solo que lo gracioso es para los demás. Para quien lo vive, ni es divertido ni fácil. Justo eso me contó hace poco mi vecina del edificio, Marina, una mujer menuda y tranquila de unos treinta y cinco años. Por fuera, la imagen misma de la elegancia, pero resulta que hasta a la gente más paciente se le acaba la paciencia.

Antes vivía en Valencia, trabajaba en la biblioteca municipal y se movía en un círculo de conocidos variopintos pero amables. Uno de ellos era Álex, un bromista y ligón con el que coincidía a veces tomando café. No eran amigos, solo conocidos de andar por la vida. Después, Marina se mudó a Madrid, encontró trabajo y montó un pisito acogedor en el barrio de Chamberí, olvidándose casi de aquellas “amistades” del pasado.

Hasta que un día… Álex reapareció.

Pasaron años, él se casó, se divorció y volvió a casarse. Se toparon por casualidad durante unas vacaciones en Málaga. Resultó que Álex no estaba con su nueva mujer, sino… solo. Marina no le dio muchas vueltas al asunto; le traía sin cuidado. Él insistía en sacarle conversación: ¿qué tal la vida?, ¿dónde vives?, ¿qué planes tienes? Ella respondía con educación, pero sin entusiasmo.

Una semana después, la llamó:
—Oye, Lola (su primera mujer) y yo estamos en Madrid. Hemos venido un par de días, ¿nos podemos quedar en tu casa?

Marina se quedó helada. No tuvo tiempo ni de negarse con educación; tres horas más tarde, estaban plantados en su puerta con las maletas. “Bueno —pensó—, un día o dos, lo sobreviviré”. Pero esos dos días se convirtieron en cinco… y luego en un “ya veremos cuándo nos vamos”.

Álex y Lola se instalaron como Pedro por su casa. Iban en ropa interior, exigían cena, montaban minidiscotecas por la noche, bebían vino en sus copas, no recogían nada e incluso trajeron a unos amigos de visita —”solo un ratito, para charlar”—.

—¿Podemos quedarnos otro día más? ¡Aquí estamos tan a gusto! —gorjeaba Lola, untándose tostadas con su mermelada.

Marina aguantó, apretó los dientes y, al quinto día, los echó. Les dijo que estaba enferma y que tenía asuntos urgentes. Tras su marcha, limpió el piso hasta dejarlo reluciente y juró: nunca más.

Pasó un mes. Marina acababa de recuperarse cuando sonó de nuevo el teléfono. Era Álex.
—¡Hola! Mi nueva mujer, Lucía, y yo vamos a estar en Madrid una semanita. ¿Qué tal? ¿Nos recibes?

A Marina se le encendió la sangre. Hasta se irguió en la silla.

“Esto ya no es descaro, esto es invasión”, pensó.

Con calma pero firmeza, respondió:
—Chicos, os aprecio, pero mi casa no es un hostal. Y no tengo ni moral ni fuerzas para repetir el circo. Si estáis en Madrid, hay hoteles, hostales y pisos de alquiler. Espero que lo entendáis.

Álex vaciló y colgó. Ni gracias, ni disculpas; solo silencio.

Más tarde, Marina me confesó:
—Antes no sabía decir que no. Creía que ser buena era aguantar callada. Ahora entiendo que lo primero es respetarse a una misma. Y si no quiero recibir invitados, eso no me hace mala, me hace madura.

¿Vosotros qué opináis? ¿Hizo bien Marina? ¿O debería haber tenido compasión y dejarlos entrar otra vez? ¿Dónde está el límite entre ser hospitalario y permitir un abuso?

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«¡Esto es demasiado!» — Se negó a recibir a huéspedes que convirtieron su hogar en un hostal gratuito