Diez años de silencio

La noche envolvió con su manto oscuro el viejo barrio en las afueras de Madrid, y la luz de las farolas temblaba en los charcos, reflejando el frío destello del cielo otoñal. Javier estaba sentado en su sillón desgastado, apretando una taza con la inscripción descolorida «Todo pasa», que su primera esposa le había regalado hacía años. Era lo único que lo unía a un pasado del que había levantado un muro. El divorcio con Carmen le dejó un vacío en el alma, pero la vida siguió: pronto llegó Elena, su nueva esposa y madre de sus dos hijos.

Javier se creía un buen padre. Tras la separación, asumió el cuidado de su hija Lucía, aunque fue como luchar contra la sombra. La nueva familia, el trabajo, las deudas… todo lo aplastaba, pero se esforzaba para que la niña no se sintiera excluida. Sin embargo, con los años, vio cómo crecía un abismo entre ellos. Lucía se volvió más callada, sus ojos perdieron brillo, y las conversaciones se cortaban a medias. Intentó entender qué la consumía, pero solo encontró silencio, frío como el viento de enero.

Cuando Lucía cumplió dieciocho, se fue. Sin explicaciones, sin una nota; solo cogió una mochila y desapareció, como si la noche la hubiera tragado. Javier no podía creer que su hija, por la que había velado tantas madrugadas, lo borrara de su vida así. Llamó, le escribió, pero su teléfono permaneció mudo. Con el tiempo, las llamadas se espaciaron hasta cesar por completo. La culpa le quemaba, pero no sabía en qué había fallado. ¿Fue acaso el cariño que no le dio? ¿O estaba demasiado ocupado para ver su dolor?

Diez años pasaron como un sueño. La vida de Javier encontró cierta calma: los niños crecieron, Elena fue su sostén, y el pasado quedó bajo llave. Pero un día, el teléfono vibró. Era su hija menor, Paula, diciendo que había encontrado a Lucía. Vivía en Barcelona, trabajando como analista en una empresa financiera. El corazón de Javier se detuvo; la esperanza y el miedo le oprimieron el pecho. Quiso escribirle, llamarla, pero el temor lo paralizó. ¿Y si volvía a rechazarlo? ¿Y si esta vez sería el adiós definitivo?

Diez años después de su partida, Lucía recibió un mensaje de Paula. Solo tenía diecisiete años, y sus palabras, llenas de sinceridad, le cortaban como un cuchillo. Paula hablaba del instituto, de sus sueños, de cómo anhelaba conocer a su hermana. Cada mensaje era un golpe, reabriendo heridas que Lucía había cosido con los años. No respondió. No podía. Demasiado dolor se había acumulado en ese silencio.

Lucía tenía veintiocho, pero dentro de ella seguía viva aquella niña de nueve años que tuvo que crecer demasiado pronto. El divorcio de sus padres fracturó su mundo. Su padre encontró rápidamente una nueva esposa, y su madre, abandonándola, se marchó al extranjero con otro hombre. Lucía quedó en una casa ajena, donde la convirtieron en sirvienta: limpiar, cocinar, cuidar de los hijos menores de su madrastra. Le decían que era su deber, que debía estar agradecida por el techo y la comida. Pero aquello no era una familia; era una prisión.

A los dieciocho, huyó, jurando no mirar atrás. Ahora Lucía vivía sola, trabajaba como analista, construía su vida ladrillo a ladrillo. Pero el pasado no la soltaba. Y de pronto, la alcanzó con una carta de su padre. Javier escribió una larga misiva, llena de dolor y arrepentimiento. Hablaba de sus errores, de cómo no supo ser su apoyo, de la esperanza de un perdón. Cada palabra quemaba como carbón al rojo.

Lucía no respondió. Ni a él, ni a Paula. Cerró su corazón con llave, temiendo que, si lo abría, volvería a ahogarse en el dolor. Pero anoche llegó otro mensaje. Paula escribió que entendía su silencio y que no la molestaría más. Esas palabras, sencillas y honestas, agrietaron su armadura. Lucía lo pensó: Paula no tenía culpa. Solo quería una familia, la que Lucía nunca tuvo. ¿Y si ella misma le estaba robando esa oportunidad a su hermana?

Lucía cogió el teléfono. Sus manos temblaban al abrir el mensaje de Paula. Escribirle costaba; las palabras se enganchaban como espinas. Le contó de su infancia, de cómo le cobraban con obligaciones el cariño, de por qué le costaba tanto confiar de nuevo. Pero al final añadió: «Quiero intentarlo. No de golpe, pero intentarlo».

Al enviarlo, sintió que un peso se alzaba de su pecho. Por primera vez en años, Lucía experimentó un alivio frágil, pero vivo. Quizás era el primer paso para no solo sobrevivir, sino vivir. Para que en su mundo hubiera lugar no solo para la soledad, sino para el calor que tanto había temido.

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