La amarga verdad de mi vida: suegra más cercana que madre biológica

La suegra más cercana que la propia madre: la amarga verdad de mi vida

Esta es la historia de cómo una mujer se convirtió en mi madre, mientras que la otra quedó relegada a un mero trámite en los papeles.

A mi madre biológica siempre le importaron más sus propios estados de ánimo, sus caprichos, su tranquilidad. Yo estaba en un segundo plano, como una sombra, algo obligatorio pero sin importancia. Ahora se enfada porque no acudo a su llamada en cuanto me necesita, porque tengo una relación más estrecha con esa —como ella dice— «mujer extraña» que con quien me dio a luz. Pero ella misma lo provocó.

Desde pequeña, viví bajo una regla sencilla: no molestar a mamá. Así garantizaba silencio en casa y evitaba discusiones. Ella estaba ocupada consigo misma, con sus telenovelas, sus amigas, con una irritación perpetua. Revisar mis deberes acababa con un coscorrón, y las conversaciones, con gritos de fastidio.

—¡Por Dios, ni en casa tengo paz! ¡Déjame ver la televisión! —chillaba apenas abría la boca.

No asistió a ningún festival escolar. Ninguna reunión de padres terminaba sin sus reproches. Mi abuela me apoyaba, e incluso mi padrastro —un extraño— me brindaba más cariño. Él me ayudaba con los estudios, me inscribió en la biblioteca, se interesaba de verdad por mi vida. Lo quise. Y cuando se fue, lloré más que mi madre. Ella ni siquiera lo notó.

Tras eso, nos distanciamos por completo. Yo seguí mi camino, y ella el suyo. Sí, me vestía y alimentaba. Pero nunca preguntaba cómo estaba, ni me abrazaba, ni mostraba interés. Podría haberme descarriado, pero algo dentro de mí me salvó.

Al terminar el instituto, mi madre se negó a pagarme los estudios. Dijo: «Si quieres, trabaja y págatelo tú». Trabajé mucho y duro. Aceptaba cualquier empleo, sin quejarme. En una de esas empresas conocí a Javier, mi futuro marido. Nos enamoramos, celebramos una boda humilde y nos mudamos con sus padres.

Y entonces, mi vida cambió.

Su madre, Carmen López, no era simplemente una buena mujer. Se convirtió en mi verdadera madre. Sin dramas, sin reproches, sin críticas. Escuchaba, apoyaba, aconsejaba cuando se lo pedía. Nunca se entrometía, pero siempre estaba cerca.

Por primera vez, sentí calor. Aquello era una familia. No tenía miedo de ser yo misma, de equivocarme. No necesitaba defenderme. Y, sin darme cuenta, empecé a llamarla «mamá» —era lo más natural.

A mi madre biológica la llamaba una vez por semana, solo para que no dijera que la olvidaba. Pero cada conversación terminaba igual: «Eres una desagradecida, me has abandonado». Y yo colgaba con un nudo en la garganta.

—Es solo celos —decía Carmen—. Ahora tienes tu propia familia, pero ella aún quiere que vivas para ella.

En doce años de matrimonio, tuvimos dos hijos maravillosos. Ahora vivimos en nuestro piso, mientras mis suegros se mudaron al campo. A los niños les encanta visitarlos. Pero a mi madre no quieren ir. Y nosotros solo pasamos por allí en fechas señaladas —por obligación, no por afecto.

Ella se ofende. Me acusa. Dice que la he traicionado. Pero yo sé: una madre no es solo la que pare, sino la que ama. Carmen López lo ha sido para mí. Está ahí, me apoya, celebra mis logros y me ayuda en los tropiezos.

No me vengo de mi madre. No. La ayudo como debo: con la compra, las medicinas, los gastos. Pero mi corazón se cerró para ella hace tiempo. Demasiado dolor. Demasiada indiferencia que ella llamaba «educación».

Quizá alguien me critique. Pero esta es mi verdad. Mi vida. Y mi suegra es más madre para mí que la que me trajo al mundo.

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