Sombras del Robo: Secretos Familiares que Destruyeron un Matrimonio

La Sombra del Robo: cómo los secretos familiares destruyeron un matrimonio

En un apartamento sombrío en las afueras de un pueblo costero llamado Brisamar, donde el viento salado del mar se colaba por las grietas de las ventanas viejas, Lucía se quedó mirando el refrigerador vacío, presionando sus sienes. La comida desaparecía a una velocidad inquietante, como si se hubiera esfumado en el aire. Solo ayer había preparado la cena, y hoy no quedaba ni una migaja. Su esposo, Alejandro, se lo había comido todo otra vez, o eso creía ella, y ese pensamiento le roía la mente como la marea fría.

Hablar con Alejandro era como pelear con un fantasma—siempre terminaba en gritos y reproches. Su desempleo, que ya llevaba tres meses, convertía su vida en una pesadilla. Lucía trabajaba hasta el agotamiento para comprar comida que desaparecía como por arte de magia. Se acostumbró a tomar café amargo sin azúcar y a morder pan seco porque, al volver del turno, ya no le quedaban fuerzas para cocinar. Alejandro, en cambio, parecía vivir en otro mundo, donde la comida aparecía sola y su esposa debía aguantar todo en silencio.

—Mañana voy a la finca de mi tío, a ayudarle con unas reparaciones—dijo Alejandro desde el dormitorio, sin apartar los ojos de la televisión.

A Lucía ya le daba igual. La fatiga y la fiebre la aplastaron contra la cama. Por la mañana, su temperatura subió y decidió quedarse en casa. Tras tomarse unas pastillas, se hundió en un sueño pesado, buscando un poco de paz.

Pero el silencio se rompió con un ruido extraño en la cocina. Alguien movía platos, abría la puerta del refrigerador y luego comenzó a cantar—descaradamente, sin preocupación. Lucía, tambaleándose, se acercó al sonido. Allí, como si fuera su casa, estaba la hermana de Alejandro, Carmen—una mujer con la que Lucía prefería no cruzarse. Carmen siempre creyó que su hermano debía mantener no solo su hogar, sino también el de ella y sus hijos. Alejandro a menudo le daba dinero, arrancándolo del escaso presupuesto familiar, y Lucía lo soportaba, apretando los dientes. Pero ahora Carmen revolvía en su refrigerador, guardando comida en recipientes de plástico.

—Hola—dijo Lucía, intentando contener la rabia.

—¡Ay! ¿Y tú qué haces aquí?—dijo Carmen, sobresaltada, casi dejando caer un tarro de encurtidos.

—Estoy enferma. Y tú, parece que te sientes como en tu casa.

—Alejandro me dio las llaves—respondió Carmen, sin inmutarse.

—Entonces no es que él tenga hambre de lobo, sino que tus manos son demasiado rápidas—la voz de Lucía temblaba de furia.

—¡Es mi hermano! ¡Tengo derecho a llevarme comida para mis hijos!—Carmen se irguió, como si estuviera defendiéndose.

—¿Tu hermano no trabaja, y ahora resulta que debo mantener a dos familias? ¿Y ni siquiera enterarme?—Lucía sentía un nudo en la garganta.

—¿Qué, te da pena un trozo de queso? ¡Estoy sola, es difícil para mí!—Carmen alzó la voz.

—Devuélveme las llaves. Ahora. O llamo a la policía. Este piso es mío, y tu hermano aquí no manda—dio un paso adelante, sus ojos ardían.

—¿Llamar a la policía por una tontería? ¡Qué mezquina eres!—Carmen tiró las llaves sobre la mesa. —Le contaré todo a Alejandro, ya verás cómo se arrepiente de haberse juntado contigo.

—Él se arrepentirá de haberte cubierto—respondió Lucía, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

Se desplomó en una silla, conmocionada. Todo ese tiempo la habían engañado, burlado de ella. Nadie creería que su cuñada vaciaba el refrigerador sin vergüenza, dejando solo migajas, mientras Alejandro encubría a su hermana, echándole la culpa a su “apetito”. Pero lo peor era saber que él lo sabía y callaba, traicionando su confianza.

Lucía recordó a su suegra—una mujer que tomaba lo que quería sin pedir permiso. De tal palo, tal astilla, y Alejandro con Carmen habían heredado esa misma desfachatez. El corazón le dolía, pero la decisión surgió sola. Con manos temblorosas, marcó el número de su esposo.

—Voy a pedir el divorcio—dijo, sin dejarle hablar.

—Espera, ya voy, hablamos—balbuceó Alejandro.

—Las conversaciones se acabaron. Todo está claro.

—¡Te arrepentirás, volverás conmigo!—gritó él.

Pero Lucía ya no escuchaba. Alejandro se había convertido en un extraño—una sombra disuelta en el viento frío de Brisamar. Solo lamentaba los años perdidos con alguien que no valoró ni a ella ni a su familia. El divorcio no era el final, sino la liberación—un paso hacia una vida nueva, donde nadie se atrevería a robarle su paz.

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