¡Ay, qué locura! A veces tener buen corazón no es una bendición, sino una auténtica trampa. Sobre todo cuando tienes cerca a “la familia”, que confunde la generosidad con el derecho a abusar.
Siempre he sido una persona tranquila, que evita los conflictos. No me gustan las peleas, me cuesta decir que no y trato de complacer a todos. Sobre todo a los familiares, aunque la mayoría no son precisamente cercanos. Pero ya se sabe aquello de “la familia es sagrada”.
Viven en un pueblo cerca de Toledo. Cuando terminan las faenas del campo, toda la familia se lanza a la ciudad. Y, como por algún pacto secreto, cada año mi casa se convierte en su “hotel” particular. Con otros parientes solo toman un café, pero para dormir… siempre en mi sofá. Sin excepción.
Yo lo aguantaba. En silencio. Pensaba: “Bah, solo serán un par de días”. Y luego volvía mi rutina, el trabajo, la paz.
Pero este año me dejaron de piedra.
Un hermoso día de junio, aparecieron en mi puerta… ¡para quedarse tres meses!
—No molestamos, ¿verdad? —dijo riendo mi tío mientras entraba con dos maletas gigantes y un colchón inflable.
—Pero… ¿y vuestra huerta? —intenté preguntar con cuidado.
—Bah, este año descansamos de ella. Venimos a disfrutar del aire de Madrid, a cambiar de ambiente. Y así los niños juegan juntos —explicó mi tía sin siquiera quitarse los zapatos.
Como si yo no fuera una persona, sino un resort “todo incluido”: alojamiento gratis, comida ilimitada y sonrisas aseguradas.
Podría haber sido una semana… ¡pero tres meses!
Y mira que mi marido y yo ya teníamos todo planeado para nuestras vacaciones en la playa: el hotel, los vuelos… hasta las maletas estaban hechas.
Cuando intenté insinuar, con delicadeza, que nos íbamos y que quizás deberían plantearse volver a su pueblo, se armó la de San Quintín.
—¡Egoísta, Nines! —gritó mi tío—. Solo piensas en ti. ¡Ni siquiera hemos ido al Retiro todavía! Podrías cambiar vuestras vacaciones para octubre, ¿no?
Mi tía resopló, ofendida, y se marchó a la cocina dando portazos. Los niños empezaron a lloriquear. La tensión en el piso era como antes de una tormenta. Y supe que, si no ponía freno, acabarían celebrando hasta Nochevieja en mi salón.
—Lo siento, pero nos vamos igual —dije firme—. Sois adultos, os las apañaréis.
Primero, silencio. Luego, empezaron las escenas dramáticas: recogiendo sus cosas con rabia, lavando los platos como si fueran a romperlos, susurrando cosas entre dientes. Al marcharse, se llevaron medio frigorífico.
—Vaya hospitalidad… —masculló mi tía sin mirarme.
La puerta se cerró. Y entonces llegó… el silencio. Ese silencio raro y dulce que tanto había echado de menos. Me dejé caer en el sofá, abracé un cojín y respiré hondo por primera vez en semanas.
Sí, me sentí mal. No quería peleas, ni herir a nadie. Pero… ¿dónde estaba el límite? ¿Cuándo mi amabilidad dejó de ser bondad para convertirse en una carga?
Ahora lo tengo claro: ayudar, sí. Recibir en casa, también. Pero dejar que se suban a la parra… ¡jamás!