¡¿Esto es mi regalo de boda?!” exclamé al verlo.

—¡Esto es mi regalo de boda, digo yo! —exclamé, completamente pasmada, al visitar a mi hijo y mi nuera por primera vez en un año desde su matrimonio. No podía creer lo que veían mis ojos: el estado en el que se encontraba mi regalo. Todo empezó con mi ilusión por sorprender a los recién casados y terminó siendo una lección que no olvidaré fácilmente.

**Un regalo con el corazón**
Cuando mi hijo Adrián anunció que se casaba, estaba en el séptimo cielo. Su prometida, Lucía, me cayó genial desde el primer momento: amable, hacendosa y con una sonrisa que iluminaba la habitación. Quería hacerles un regalo especial, pero mi pensión de maestra no daba para grandes lujos. Aun así, estaba decidida a regalarles algo útil, algo que les acompañara en su vida juntos.

Después de darle muchas vueltas, elegí una lavadora. No una cualquiera, sino un modelo tope de gama: eficiente, silenciosa y con garantía de cinco años. La había estado ahorrando durante años, privándome de pequeños caprichos, pensando primero en mí… pero al final, decidí que ellos la necesitaban más. El día de la boda, les entregué la documentación y las llaves (ya la habían instalado en su piso). Adrián y Lucía se emocionaron, me abrazaron y me llenaron de agradecimientos. Yo me sentí la madre más feliz del mundo.

**La visita después de un año**
Tras la boda, no los vi mucho. Viven en Valencia, a tres horas de Madrid, y cada uno tenía su rutina. Hablábamos por teléfono, incluso venían a visitarme en Navidad, pero no había vuelto a pisar su casa desde aquel día. Al cumplirse un año, decidí hacerles una visita sorpresa, cargada con empanadas caseras y mermelada de la abuela.

Al entrar, todo parecía en orden: limpio, acogedor, con macetas en el balcón. Hasta que fui al lavadero y me quedé de piedra. Mi lavadora, *mi regalo*, estaba arrinconada, cubierta de polvo y con algún que otro arañazo. Y justo al lado, reluciente, había otra nueva, flamante, de esas que parecen sacadas de un anuncio. Le pregunté a Lucía, intentando disimular mi tono: “Oye, ¿y esta lavadora que os regalé?” Ella se encogió de hombros. “Bueno, es que hacía mucho ruido y no era muy práctica… Al final nos compramos otra, y esta… pues la guardamos por si acaso.”

**Mi reacción (y el drama posterior)**
Se me cayó el mundo encima. “¿Esto es mi regalo de boda?” —salté sin poder evitarlo. No entendía cómo podían tratar así algo en lo que había invertido tanto esfuerzo. Adrián intentó suavizarlo: “Mamá, no es para tanto, solo queríamos una más moderna. La tuya la usamos de vez en cuando.” Pero daba igual. Estaba ahí, abandonada, como un trasto viejo.

Intenté mantener la calma, aunque por dentro hervía. Les expliqué que no era solo una lavadora, sino un símbolo de todo lo que había sacrificado por ellos. Lucía se puso a la defensiva, diciendo que no era personal, que solo buscaban algo más cómodo. Adrián, por su parte, soltó: “La llevaremos a la casa del pueblo.” ¡A la casa del pueblo! Como si fuera un mueble viejo sin valor.

**La moraleja (amarga, pero necesaria)**
Volví a Madrid con el corazón encogido. Por un lado, entendía que es su casa y su decisión. Pero por otro, dolía que no valorasen algo que para mí había sido importante. No esperaba que la lavadora fuera sagrada, pero al menos un poco de consideración.

Ahora evito el tema para no crear tensión. Siguen llamando, viniendo a verme… todo como antes. Pero yo ya me he prometido una cosa: no más regalos caros. Mejor me gasto el dinero en ese viaje a Mallorca que llevo años posponiendo.

¿Alguna vez os ha pasado algo parecido? ¿Hablaríais con ellos otra vez o lo dejaríais pasar? Necesito un poco de sabiduría popular… porque, la verdad, esto no se me quita fácil.

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MagistrUm
¡¿Esto es mi regalo de boda?!” exclamé al verlo.