– ¡Ya está bien! – golpeó la mesa con el puño Enrique, haciendo saltar los platos de porcelana. – ¡Que no vuelva a aparecer por aquí!
– ¿En serio me dices esto? – Miró a su marido de reojo Mónica, con la voz temblorosa de rabia. – ¿O es que se te olvida que yo también vivo aquí y puedo invitar a quien quiera?
– Mientras vivas aquí. – Gruñó él.
– ¿Ah, sí?
– He dicho lo que tenía que decir. – Se levantó bruscamente, tirando la silla al salir de la cocina y cerrando la puerta de un portazo.
Mónica se quedó sola. El corazón le latía con fuerza. Las palabras de Enrique resonaban en su cabeza como una bofetada. “Mientras vivas aquí”… ¿Cómo se atrevía?
Ana era su mejor amiga desde la infancia. Crecieron juntas en Alcalá de Henares, compartiendo paraguas bajo las tormentas, durmiendo en casa de la otra, salvándose de líos que ahora ni siquiera podían recordar sin reír. ¿Y ahora Enrique quería que la borrara de su vida?
¿Por qué? ¿Porque Ana no estaba casada? ¿Porque en vez de encerrarse en casa con ollas y trapos, salía, reía, vivía? ¿Qué más daba que aceptara regalos de sus pretendientes? Era su vida, sus normas.
Mónica le había contado a Enrique todas sus aventuras de juventud. ¡Antes hasta se reía! ¿Y ahora de repente un veto? ¿Con qué derecho?
Entró en el salón, decidida a aclarar las cosas.
– Enrique, esto no ha terminado. ¿Por qué te molesta tanto Ana? ¿Qué te ha hecho?
– ¿A mí? – soltó una risa amarga. – ¡Como si faltara! Basta ya de traerla a esta casa.
– Explícate.
– ¿De verdad no lo ves? – Se puso en pie como si quisiera salir corriendo en zapatillas. – Tu Ana es una superficial. Cambia de hombres como de calcetines. Vive del cuento. Y tú lo aceptas. Eres su amiga. O sea, lo apruebas.
Mónica parpadeó, incrédula:
– ¿Estás loco, Enrique? ¡Te quiero a ti, no necesito a nadie más!
– Claro. Me quieres, pero no puedes evitar envidiar a Ana… ¡y a tu hermana Laura!
Mónica ardió en ira:
– ¡¿Y qué tiene que ver Laura?!
– ¡Que tampoco quiero verla aquí!
De pronto, todo encajó. Laura, su hermana pequeña, había estado años con un hombre que resultó estar casado y con hijos. Cuando se supo, hubo escándalo. Todos la criticaron… hasta que él, al marcharse, le regaló un piso pequeño pero en el centro de Madrid. Entonces, los comentarios cambiaron. Hasta hubo quien dijo: “Al menos fue caballero”. Mónica se lo contó a Enrique, y al parecer, no disimuló su admiración.
– ¡Venga, dime algo! – le espetó él, sacándola de sus pensamientos.
– Te diré una cosa: Laura es adulta, y ella decide con quién estar y qué aceptar.
– ¡Claro! Un piso de regalo y tan contenta. ¿Y tú? ¿No te dio envidia? ¡Se te veía en los ojos cuando lo contabas!
– Tonterías. Imagínate que un amigo tuyo va de ligón por ahí, llevando mujeres a restaurantes caros. Y que tu hermano, con dos hijos, le regala un piso a una. ¿Te parecería bien?
– A mí qué. Es su vida, no la mía – respondió Mónica en voz baja.
– Pues entonces, ¡ni Ana ni Laura vuelven a poner un pie aquí!
Mónica no replicó. Fue al baño, abrió el grifo y lloró. De impotencia, de rabia, de saber que la persona que amaba no solo no la entendía, sino que la juzgaba. Juzgaba por trozos, por sus propias fantasías. No veía a la mujer que estaba a su lado cada día, que le apoyaba, cocinaba, escuchaba. Solo veía reflejos de los demás.
¿Y ahora qué? ¿Divorcio? ¿O callar y traicionar a quienes siempre estuvieron ahí? Parecía no haber opción. Pero la idea de convertirse en una traidora de sí misma era lo más aterrador.
**Moraleja:** El amor no debe ser una jaula. Quien te exige renunciar a tus afectos, en realidad, te pide que renuncies a una parte de quien eres. Y eso nunca es amor.