Como un vacío lleno de significado

**Como si nada, pero lo es todo**

Hoy cumplí treinta y tres años. Ni una llamada. Ni un mensaje. Solo una publicación genérica de una antigua compañera de clase con la que no hablo desde hace quince años. Un emoji y una imagen reciclada. Nada más.

Iba en el autobús número 14, el que cruza Madrid de punta a punta, mientras la nieve caía ligera. Me senté junto a la ventana, mirando sin ver, con un plástico del Día arrugado entre los dedos. Dentro, un pastelito de la pastelería de la esquina, uno de esos que llaman «Cariño», como si el nombre pudiera arreglar algo. Fuera, el frío. En mi pecho, silencio.

—¿Salís aquí? —preguntó una señora mayor. Asentí y bajé.

El barrio era el mismo de siempre: los columpios oxidados, los bancos torcidos, el plátano de sombra con el hueco donde nos escondíamos de la tormenta de niñas. Todo igual, y sin embargo, ya no era mío. Como si el pasado se hubiera quedado y yo me hubiera ido.

Mamá vivía en el tercero. Como siempre, la puerta estaba sin echar el cerrojo. No hizo falta llamar.

—Ah, has venido… Y traes un pastel —dijo, como si eso fuera lo único que importara.

La cocina olía a patatas y pan recién hecho. El reloj de pared marcaba las horas con un tic-tac sordo, como recordándome que el tiempo seguía pasando, aunque para mí todo estuviera quieto.

—¿Cómo estás? —preguntó, dándome la espalda mientras fregaba un plato.

—Bien —respondí, automático. Luego, tras un silencio, añadí—: Como si nada.

Comimos sin hablar. Como siempre, me sirvió demasiado. Su cariño estaba en la cucharada de más, en el trozo de pan que me insistía en que comiera, en la mirada que eludía mi cansancio. Al cortar el pastel, probó tres cuchillos antes de decidirse, como si de ello dependiera que algún deseo se cumpliera.

—Feliz cumpleaños, hija —susurró, casi con vergüenza.

—Gracias.

—Te aguantas. Y eso es importante.

—¿Tengo que aguantarme? —pregunté, sin levantar la vista.

Se giró. Me miró como solo pueden hacerlo quienes ya han visto demasiado dolor. No había reproche en sus ojos, solo lágrima contenida y comprensión callada.

—A veces no. Pero lo hacemos igual.

Al salir, me asomé al balcón. Abajo, unos niños jugaban al fútbol, gritando y sonriendo. En las ventanas de los edificios de enfrente, se adivinaban vidas ajenas: alguien cocinando, otro discutiendo, música de fondo. Y allí, entre el bullicio de los demás, sentí que algo dentro de mí se descongelaba, como si el hielo que llevaba años cargando empezara a fundirse.

De vuelta a casa, en el autobús nocturno, el olor a humedad y abrigos ajenos me envolvió. La gente dormitaba, se abrazaba, miraba el móvil. El mundo seguía girando, con o sin mí.

Al llegar, el silencio de mi piso me recibió. Colgué el abrigo, dejé el bolso en el suelo… y entonces lo vi. Una tarjeta pequeña, de papel, apoyada contra la puerta. Letra torcida, palabras sencillas: *«Haces más de lo que crees. Estás aquí. Feliz cumpleaños»*.

No había firma. No reconocí la letra. Pero sonreí, apenas un instante, pero de verdad. Como si alguien me hubiera visto —no la fachada, no la sonrisa forzada en el trabajo, sino lo que hay detrás. A mí.

Y de pronto, fue suficiente. Eso, lo pequeño y anónimo, lo que no esperaba pero que vino cuando menos lo pensaba.

Quizás la vida sea así. No en los fuegos artificiales ni en cien felicitaciones. Sino en ese instante en el que, estando sola, alguien —sin nombre, sin rostro— te tiende la mano. En silencio. Pero desde el alma.

Como si nada. Y a la vez, como si lo fuera todo.

*—A veces los gestos más pequeños son los que pesan más. Hoy lo he entendido.*

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