**Sombras del Pasado: Un Drama en la Puerta de Casa**
Alejandro intentó no hacer ruido al cruzar el umbral del piso en aquel viejo edificio de las afueras de Sevilla.
—Por fin, ya me tenía preocupada —se escuchó desde la cocina la voz de su esposa, suave pero con un dejo de inquietud—. No se puede estar hasta tan tarde en el trabajo. ¿Cenarás?
Alejandro asintió en silencio y se dejó caer en la silla. Ana, su mujer, calentó con destreza unas croquetas con puré de patatas, llenando la cocina de un aroma reconfortante.
—Cariño, ¿estás bien? Tienes cara de no saber ni dónde estás —preguntó con afecto, mirándolo fijamente.
—Sí, todo bien —respondió él, evasivo, jugueteando con el borde del mantel—. Es que… tenemos que hablar.
—Habla —dijo Ana, sentándose frente a él con tono suave pero firme.
—He conocido a otra mujer —soltó Alejandro, cerrando los ojos como si esperara un golpe. Jamás imaginó cómo reaccionaría Ana ante su confesión.
***
Horas antes, al despedirse de él, Claudia se aferró a su cuerpo, abrazándolo como si no quisiera soltarlo. Su voz era melosa, casi suplicante:
—Cariño, ¿lo harás hoy? Como prometiste…
—No sé —murmuró él, incómodo, devolviendo el abrazo con torpeza—. Pero lo intentaré.
—Por favor, inténtalo —susurró Claudia, con los ojos brillando en la penumbra—. Tarde o temprano habrá que hacerlo…
Lo besó, arrastrándolo de nuevo al calor del dormitorio, donde el tiempo parecía detenerse.
***
Una hora después, Alejandro caminaba por las calles oscuras de la ciudad, con el corazón encogido por el miedo. ¿Cómo decírselo a su esposa? ¿Cómo mirar a los ojos a Ana, que llevaba quince años siendo su apoyo? ¿Cómo explicar que un hombre hecho y derecho había perdido la cabeza como un adolescente? Y, sobre todo, ¿cómo justificar que estaba a punto de destruir su familia?
Ante sus ojos aparecieron las imágenes de sus hijos, Mateo y Lucas. Los gemelos, su orgullo. Sus ojos marrones idénticos, llenos de confianza, lo miraban con reproche, como si ya supieran de su traición. Alejandro sacudió la cabeza, ahuyentando la visión.
¡Cómo los habían esperado! Al enterarse de que serían gemelos, al principio se asustaron—¿cómo iban a manejar eso? Pero Ana resultó ser una maga. Distinguía a los niños de un vistazo, lograba hacerlo todo: mantener la casa en orden y criarlos. Les dio el pecho casi hasta el año, sin quejarse del cansancio, sin pedirle a Alejandro más ayuda de la debida.
Después de su jornada laboral, siempre lo esperaban una cena caliente, la sonrisa de Ana y las risas de sus hijos. Ella lo hacía todo: calmaba sus pataletas, los educaba para que fueran obedientes pero no sumisos. Les inculcaba respeto por su padre, asegurándose de que lo vieran como un ejemplo. Y funcionaba: Mateo y Lucas lo adoraban, estaban orgullosos de él.
Los chicos habían crecido siendo unos cracks—a los trece años ya eran independientes, sacaban buenas notas, jugaban al fútbol y tenían muchos amigos. Ana conocía a todos: sus nombres, dónde vivían, qué les gustaba. Su casa siempre estaba abierta, y los niños llevaban a sus amigos con gusto. Al principio a Alejandro le molestaba—el bullicio, el jaleo, el parloteo infantil. Pero Ana fue clara:
—Nuestros hijos tienen que saber hacer amigos. Y yo quiero saber con quién andan. Es importante, Alejandro. Acéptalo.
Tenía razón. Como siempre. Los niños crecieron, y su hogar siguió siendo un nido acogedor donde todos se sentían queridos.
Pero ahora… ¿Podría Claudia formar parte de sus vidas? ¿La aceptarían los chicos? Un escalofrío recorrió la espalda de Alejandro. ¿Cómo iban Mateo y Lucas a querer a la mujer por la que su padre abandonaba a su madre? La adoraban. Para ellos, su decisión sería una traición—y con razón.
Ana no se merecía esto. Quince años siendo la esposa perfecta, su compañera fiel, una madre entregada. Alejandro había sido feliz con ella—hasta que apareció Claudia.
Claudia—joven, vibrante, con esa chispa en la mirada que despertó en él un sentimiento olvidado. Se enamoró como un crío, a primera vista. Ella ocupaba todos sus pensamientos, llenaba su corazón, lo hacía olvidar su edad, su familia, sus responsabilidades. Tras una semana de cortejo, ya no podía pensar en otra cosa. Solo deseaba abrazarla, perderse en su sonrisa.
¿Era culpa suya? El amor es un huracán contra el que no se puede luchar. Pero, ¿lo entendería Ana? ¿Montaría un escándalo? Aunque… No era su estilo. Siempre había sido serena, sabia. Pero, ¿qué pasaría después de sus palabras? ¿El divorcio? Claudia ya le había dejado claro que quería que se fuera con ella.
Alejandro se detuvo frente al portal y se dejó caer en un banco. Las piernas no le respondían, el corazón le latía a mil. Entrar en casa le resultaba insoportable.
***
Mientras tanto, Ana, tras acostar a los niños, se sentó junto a la ventana, mirando la calle oscura. Ya lo sabía. Sabía que hoy se decidiría a hablar. Había esperado que fuera un simple capricho, pero no—las cosas habían ido demasiado lejos.
«Pobrecillo, tiene miedo de entrar —pensó—. Se está devanando los sesos buscando palabras. ¿Asusta, Alejandro? Te entiendo. Ni siquiera sospechas que yo lo sabía desde hace tiempo. Me preparé para esta conversación, aunque no quería empezarla yo. Quince años juntos, dos hijos… Siempre fuiste honesto, nunca me diste motivos para dudar. Y ahora—te enamoraste. ¿A quién no le pasa? Pero, cariño, ¿por qué te metiste tan hondo? ¿Crees que ella nos reemplazará? Te equivocas. En unos meses, gritarás de añoranza. Pero si lo has decidido, habla. Estoy preparada.»
***
La puerta chirrió suavemente. Alejandro entró en el piso intentando no hacer ruido, esperando que todos estuvieran dormidos.
—Por fin, ya me tenía preocupada —sonó la voz de Ana desde la cocina—. No se puede estar hasta tan tarde en el trabajo. ¿Cenarás?
Él asintió, sintiendo cómo se esfumaba su esperanza de ganar tiempo. Ana puso ante él un plato de croquetas con puré. Comió mecánicamente, sin saborear, mientras la voz de Claudia resonaba en su cabeza: «¿Lo harás hoy?»
Terminada la cena, Alejandro se trasladó al salón, encendió la tele pero miraba sin ver. Las manos le temblaban; las apretó entre las rodillas. Ana, tras recoger, se sentó a su lado.
—Cariño, ¿estás bien? No pareces tú —dijo con dulzura, dándole pie.
—Sí, todo bien —farfulló él, titubeando—. Es que… tenemos que hablar.
—Habla —Ana lo miró con calidez, pero en sus ojos había determinación.
—Verás… No te asustes, pero… Yo…
—Alejandro, me estás asustando —frunció ligeramente el ceño, fingiendo preocupación—. Dilo de una vez.
—Es que… No sé cómo decirlo…
—Dilo como sea.
—¡He conocido a otra mujer! —estalló, cerrando los ojos, esperando gritos o lágrimas.
Pero la reacción de Ana lo dejó helado.
—¿Y?—¿Y? —preguntó ella con una sonrisa que lo dejó más confundido que un pulpo en un garaje.