Cuando el destino llama a la puerta

**Cuando el destino llama a la puerta**

30 de abril

El jefe de marketing, Adrián, soltero y seguro de sí mismo, no pudo evitar sucumbir al ver a la nueva empleada: la vibrante y atrevida Lucía. Apenas entró en la oficina y él ya se dirigió hacia ella, sin disimular su interés.

—Buenos días, compañera— dijo, con una sonrisa cálida, casi abrasadora, que hizo que Lucía lo mirara un instante más.

—Buenos días— respondió ella con suavidad, pero con chispa, y las comisuras de sus labios se curvaron en respuesta.

—Bien, manos a la obra. Isabel te guiará, es nuestra mentora principal— Adrián señaló a la veterana. —Revisa las instrucciones. Suerte, espero que trabajemos bien juntos.

Las compañeras, en su mayoría mujeres, lo siguieron con la mirada. Cuando Adrián salió, Isabel susurró a Carmen, sentada a su lado:

—¿Desde cuándo nuestro Adrián hace tantas reverencias con las nuevas?— Ambas intercambiaron una mirada y soltaron una risita.

Lucía, al principio, se mantuvo alerta. Equipo nuevo, caras desconocidas. No era tímida—a sus veintitrés años ya llevaba varios romances turbulentos. En el instituto, tuvo un lío con un profesor veinte años mayor. Él cortó la relación cuando los rumores llegaron a su familia. Lucía solo se encogió de hombros y siguió adelante, dejando corazones rotos a su paso.

Dos semanas después, Adrián le propuso quedarse después del trabajo para tomar algo en una cafetería frente al mar.

—¿Por qué no? Eres mi jefe, y hay que llevarse bien con los superiores— respondió con una sonrisa pícara, como si lanzara un desafío.

Su tono era tan inocente que Adrián dudó por un segundo. Pero su corazón saltó de alegría. A sus treinta y dos años, nunca había tenido una relación seria—todas se truncaban a medio camino. Con Lucía todo fue rápido: citas, pasión, amor. Pronto, la oficina entera murmuraba: Adrián y Lucía invitaban a los colegas a su boda.

**Una familia al límite**

Adrián se entregó a Lucía, complaciendo cada capricho. Ella puso una condición:

—Nada de niños, Adrián. Quiero vivir para mí. Cuando esté lista, te lo diré. Hasta entonces, nada de pañales ni noches en vela.

Él creyó que el tiempo cambiaría las cosas. Esperaba que Lucía recapacitara, que entendiera que una familia sin hijos era solo media felicidad. Pero los meses pasaban, y ella solo respondía:

—Adrián, ya te lo dije. No me presiones. No estoy preparada.

Un día la encontró en el baño, pálida, con un test de embarazo en manos temblorosas.

—Lucía, ¿estás… embarazada?— susurró él, casi sin creerlo.

Ella asintió en silencio, los ojos llenos de lágrimas. Adrián, eufórico, la levantó en brazos, pero ella estalló en llanto:

—¡No quiero tenerlo! ¡No quiero engordar, no quiero esta vida! ¡Haz algo!

Él la abrazó, besando sus mejillas húmedas.

—No llores, es un milagro. Te quiero tanto, Lucita. ¡Tendremos un bebé!

Pero Lucía fue inflexible. Pidió cita con el médico para interrumpir el embarazo. Adrián, al enterarse, irrumpió en la clínica y la sacó a tiempo.

—Lucía, te lo ruego, no lo hagas. Deja que nuestro hijo viva. Voy a estar ahí, lo haré todo yo— su voz temblaba.

Ella accedió, pero con una condición: pañales, noches en vela—nada de eso sería su responsabilidad. Durante el embarazo, Adrián estuvo pendiente de cada deseo. Cuando llegó el momento, la llevó al hospital. Solo al ver a su hija sana, pudo relajarse.

**Una hija abandonada**

Feliz, volvió a casa a descansar. Pero al día siguiente, en el hospital, lo esperaba un golpe:

—Su esposa no está. Se fue, dejó a la niña— la enfermera le entregó una nota doblada.

—¡No puede ser!— Adrián se negaba a creerlo. —¿Seguro que no ha salido? ¡Búsquenla!

Pero Lucía había desaparecido. No contestaba llamadas, cambió de número. Mes y medio después, llamó:

—Recoge mis cosas. Vendrá Jorge, mi nuevo novio, a buscarlas. Tú inicia el divorcio, no vuelvo.

Ni una palabra sobre su hija. No la quería, como tampoco a Adrián. Así, él se convirtió en padre y madre para la pequeña Martina. Su madre, que vivía cerca, se encargó de cuidar a su nieta.

**Sombras del pasado**

Sofía agarró el teléfono al oírlo sonar. Era la tutora de su hijo Pablo, la señora Elena. El niño estaba en segundo de primaria.

—Sofía, ¡ven ya al colegio! ¡Tu hijo ha armado un lío!— colgó sin explicar.

Sofía, pidiendo permiso en el trabajo, corrió al colegio, el corazón acelerado.

«¿Qué pudo hacer Pablo? Siempre ha sido tranquilo, obediente» pensó, apretando el paso.

Pablo nació contra todo pronóstico. Su marido, Javier, había confesado antes de casarse: era estéril, tenía los informes. Era su tercer matrimonio.

—Quizá los médicos se equivocaron— dijo Sofía. Lo amaba y aceptaría cualquier cosa, incluso adoptar, aunque no lo mencionó.

Su primer matrimonio fracasó en un año—su esposa le fue infiel. La segunda lo dejó al saber de su infertilidad, quería hijos. Con Sofía fue honesto. Pero, para su sorpresa, ella quedó embarazada. Radiante, le mostró el informe: ocho semanas.

—¡Javier, mira, tendremos un hijo! ¡Te dije que los médicos se equivocaban!— estaba eufórica.

Pero él, en vez de alegrarse, la abofeteó.

—¿Felicidad? ¡Te has liado con otro teniéndome a mí!— gritó, levantando otra vez la mano.

Sofía lloraba, protegiéndose. Esa noche, él se calmó:

—Bueno, que nazca. Aunque no sea mío.

Ella calló. Nació Pablo—idéntico a Javier. Al principio, el hombre se mostró atento, hasta jugaba con él. Pero los arrebatos de ira volvieron.

—¡Puta! ¡Seguro ya le avisaste a tu amante! ¿Por qué me lo registras a mí? ¡Que él pague la manutención!— gritaba.

Pablo, creciendo, oía esos insultos y lloraba. Javier le decía:

—¡Vete con tu padre de verdad, que él te mantenga!

Sofía hizo una prueba de ADN, confirmando que Javier era el padre. Pero él no creyó:

—¿Sobornaste a todos? ¡No me engañas!

Se fue con Pablo a casa de su madre. Javier los encontró. Entonces alquilaron un piso al otro lado de la ciudad, pidió el divorcio. Pero él no paraba. Desesperada, se mudó a otra ciudad. Allí comenzó una nueva vida.

Al llegar al colegio, Sofía vio a Pablo y a un hombre con una niña—compañera de clase, Martina. La conocía: era la mejor de la clase. Pablo tenía un arañazo en la mejilla; Martina lo miraba con disgusto.

—Hola— suspiró Sofía. La señora Elena se acercó.

—Por fin— dijo. —Pablo empujó a Martina, se cayó y se lastimó.

**Un mundo hecho pedazos**

—¡Mamá, no fue culpa mía!— protestó Pablo. —¡Ella empezó! Dijiste que no peleo con niñas, pero me sac—¡Se burló de mí y me arañó, por eso la empujé!— explicó Pablo, mientras Martina cruzaba los brazos con gesto desafiante.

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