**Cuando la suegra es el mayor peligro en casa**
Era una tarde gris cuando Lucía se quedó mirando por la ventana, repasando una vez más lo ocurrido. La noche anterior, habían recibido una corona fúnebre en su piso. Una auténtica, negra, con una cinta de luto y su nombre bordado. Sin firma. Sin tarjeta. Solo silencio y ese frío que parece salir de las cosas que no deberían existir.
Su marido, Javier, ni siquiera se inmutó. Se encogió de hombros y dijo:
—Igual ha sido un error. O alguien con muy mal gusto…
—¿Un error? ¿En serio?— Lo miró como si acabara de verlo por primera vez.
Ella sabía de dónde venía aquello. Sabía que la dirección estaba escrita con precisión. Sabía quién era la única persona en su vida que nunca la llamaba por su nombre, quien la despreciaba abiertamente y en silencio: su suegra.
Doña Carmen siempre creyó que su hijo merecía más. Una mujer de revista, con abolengo como un perro de pura raza, y preferiblemente sin familia, «para no cargar con lastres». ¿Y Lucía? Humilde, trabajadora, metro cincuenta con tacones, de familia sencilla, cosiendo sus propios vestidos desde niña. Pero amaba a Javier por todo lo alto.
Doña Carmen no buscaba amor. Quería control. Y cuando lo perdía, se vengaba.
Al principio, parecían tonterías. Puyas, reproches, consejos envenenados. Luego, intromisiones en su vida, «regalos» de dudosa utilidad. Después, aparecieron ropa interior ajena en el armario. Como si Lucía tuviese algo que ocultar. Como si en ese piso, donde cada rincón estaba a la vista, pudiera esconder semejante cosa.
Pero todo se atribuyó a la casualidad. Incluso cuando Lucía encontró una culebra viva en las fresas que su suegra le había enviado, Javier solo musitó:
—Bueno, qué quieres… El campo está cerca, quizá…
Aquella vez, Lucía se encerró en el baño y lloró. No de miedo. De impotencia. Porque peor que las serpientes eran las personas, esas que fingen ser familia mientras pudren el corazón de tu hogar.
Aguantó. Demasiado. Hasta el día que pilló a Javier con otra mujeres. En su propia cocina. Sonriente, larguirucha, bien vestida.
—¡Ella llegó sola!— gritó él, sin molestarse ni en disimular.
Lucía no dijo nada. Solo señaló la puerta. Y la caja con la corona fúnebre que nunca tiró. Porque sabía que algunos mensajes no se desechan. Son como marcas. Como el punto final de un libro que nunca quisiste terminar.
Tras el divorcio, ella se mudó. Él se quedó con su madre. Y meses después, una vecina le llamó:
—¿Sabes que tu exsuegra se ha casado? Con ese amigo de la infancia suyo…
Lucía sonrió. No por maldad, sino al comprender: su lugar en esa familia siempre lo quisieron para otra. No para el hijo. Para ella misma.
Ahora vive en otro piso. Mira la corona —sí, todavía la conserva— y susurra:
—Gracias. No fue una maldición. Fue mi salvación.
A veces, lo que parece el fin es el principio de algo mejor. Y las serpientes, al final, solo muerden a quienes las alimentan.