Aunque no es como en la serie, el corazón eligió su camino

**Diario de un hombre**

Elena adoraba las telenovelas. Creía que la vida real podía ser igual de vibrante que en la pantalla: llena de giros inesperados, pasiones ardientes, drama y finales felices. Pero su realidad era otra—gris, monótona y tediosa. Vivía en un pequeño pueblo de Castilla, y ni siquiera el matrimonio le había traído la felicidad que soñó en su juventud.

Raúl, su marido, al principio parecía cariñoso y confiable. Pero tres años después de casarse, anunció de golpe:

—Me voy. No aguanto más este lugar. Me asfixia. Nací para una ciudad grande, Elena.

—¿Qué dices? Tenemos una buena vida—intentó detenerlo.

—Tú tienes una buena vida. Yo no—cortó él, y tras meter un par de camisas en una maleta vieja, se marchó sin mirar atrás.

Los rumores se esparcieron rápido. Las vecinas cotilleaban:

—Raúl abandonó a Elena, se fue a Madrid. Seguro que hay otra mujer.

Elena guardó silencio. No lloró, no se quejó. Solo siguió adelante. En la casa de sus padres no había espacio—su hermano, su cuñada y sus cuatro hijos ocupaban hasta el último rincón. No tenía hijos propios.

—Quizá Dios me protegió—pensaba, mirando a los niños del vecindario—. Con alguien como Raúl, no hubiera sido buen padre.

Por las noches, se sentaba frente al televisor, absorta en las tramas de las telenovelas—infidelidades, amores intensos, sufrimientos. Las historias le quemaban el corazón. Después, le costaba dormir.

Y por la mañana, la misma rutina—los cerdos, las gallinas, las ocas y el ternero Simón. No estaba en el corral, sino atado tras la huerta. Un día, una vecina gritó:

—¡Elena, tu ternero se escapó!

Salió corriendo—Simón embestía la valla con los cuernos, a punto de romper el cercado del vecino.

—Simón, por favor, quieto—le suplicó, ofreciéndole pan. Pero el animal sacudía la cabeza y forcejeaba. De un tirón, asustó a una bandada de patos.

Como siempre, la salvó Víctor—el tractorista, su antiguo compañero de escuela. Atrapó al ternero, lo sujetó con destreza y lo amarró. Elena lo observó—sus manos fuertes, los músculos bajo la camisa. De pronto, algo le pinchó por dentro: qué ganas de que alguien la abrazara con esas manos…

—¿En qué estoy pensando?—se ruborizó—. Como una gata en celo.

Se avergonzó. Víctor vivía con Zoraida, una mujer alta y robusta que, tras una fiesta donde él bebió de más, se había quedado en su casa. Llevó a su hija de un matrimonio anterior, y así se quedaron, sin papeles.

Elena se divorció rápido de Raúl—en cuanto desapareció. Después, otros pretendientes llegaron, incluso le pidieron matrimonio, pero su corazón permaneció en silencio. Hasta ahora, cuando Víctor, su viejo amigo, la miraba de otro modo—con ternura. Sentía su mirada como fuego, y tenía miedo. Miedo de que Zoraida se enterara y el pueblo entero lo supiera.

Pero Víctor empezó a pasar cada día por el lindero, un camino que antes evitaba. Ella madrugaba, como si fuera a podar las matas, pero en realidad esperaba sus pasos. Sus miradas se encontraban, y en sus ojos había algo que nunca tuvo Raúl—calidez, casi dulzura.

Y entonces, Raúl regresó. Como si nada hubiera pasado.

—¿Me aceptas?—preguntó con la misma sonrisa burlona.

—¿Por qué no triunfaste en la ciudad?

Pero su corazón no dio un vuelco. Descubrió que no había amor. O que había muerto hace tiempo.

Se quedó en la casa—no podía echarlo, pero él tampoco se comportaba con respeto. Ella cerraba la puerta por las noches, empujaba el armario y entraba por la ventana. Víctor lo vio—y entendió que Elena no lo había perdonado.

Una mañana, aparecieron unos escalones bajo la ventana. Alguien los había colocado para que ella entrara con facilidad. No fue Raúl… Él seguía desapareciendo de noche. Había sido Víctor, trabajando en la oscuridad.

Luego… Zoraida regresó al pueblo. Pero enfermó, de golpe, gravemente. Su hija se fue con la abuela. Zoraida fue llevada al hospital, de donde nunca volvió.

Elena veía cómo Víctor quitaba la nieve no solo de su casa, sino también de la suya. En secreto. Una tarde de primavera, al volver del trabajo, encontró la puerta abierta. En la cocina, una mujer robusta bebía de su taza.

—Hola, dueña—se burló Raúl—. Vero y yo viviremos aquí. La casa es mía. Tú recoge tus cosas y vete.

Esa noche, Elena volvió a empujar el armario contra la puerta. Por la mañana, empezó a sacar sus cosas. Víctor se acercó, tomó la maleta en silencio y la llevó a su casa. Luego, otra vez. Y otra. Sin preguntar, simplemente la rescataba. Raúl y Vero callaban, intercambiando miradas.

—¿Qué, están enamorados?—se mofó Raúl—. Pues suerte.

Víctor tomó la mano de Elena. La guio a su hogar. Ella rompió a llorar—de felicidad, de sorpresa, de alivio. Él la abrazó, y todo giró ante sus ojos.

Se casaron pronto. Elena espera un hijo. Raúl salió de la casa, observándolos con inquietud. Pero a ella ya no le importaba. Detrás de ella estaba un hombre de verdad. No en una telenovela, sino en la vida.

**Lección aprendida:** El amor verdadero no llega con fanfarria, sino con pequeños gestos. Y a veces, el corazón elige en silencio, sin que nos demos cuenta.

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Aunque no es como en la serie, el corazón eligió su camino