Llenaré tu alma de amor.

¿Quién iba a decir que dos grandes amigas, inseparables desde la infancia, terminarían divididas por el rencor, el dolor y el silencio? En el pueblo de Valdejimena, donde las casas se alineaban en hilera y todos conocían la vida de los demás, los vecinos murmuraban:

—¿Te has enterado? Juana y Lola ya no se hablan. Antes eran uña y carne, siempre juntas… Y ahora, como si fueran extrañas.

La verdad era que ese silencio entre Juana y Lola no había surgido por casualidad. Las raíces se remontaban a la juventud de sus hijos. Alicia, la hija de Juana, y Mario, el hijo de Lola, habían sido amigos desde la cuna. Juntos iban a la escuela, al río, recolectaban setas, pescaban, construían cabañas y soñaban con el futuro.

Alicia era un huracán: valiente, decidida, siempre metida en travesuras. Mario, en cambio, tranquilo, sensato, con una sonrisa cálida y una mirada que decía más que mil palabras. Ella lo arrastraba a sus aventuras, y él la seguía. Así había sido siempre.

Sus madres, Juana y Lola, tampoco eran menos. Vivían una al lado de la otra, cruzando la valla, entrando y saliendo de sus casas sin llamar. Su amistad venía de sus abuelas, e incluso se habían casado casi al mismo tiempo, con hombres que, como luego descubrirían, no fueron los más fiables.

Juana se divorció primero. Un moratón bajo el ojo y una mirada perdida lo dijeron todo. Su marido, violento, le había puesto la mano encima. Ella lo echó de casa sin mediar palabra. Lola la apoyó, aunque ella también sufría: su marido había empezado a sospechar que Mario no era su hijo. En un arrebato de furia, incluso había amenazado con un cuchillo.

—¿Te imaginas? Dice que mi hijo no es suyo —se quejaba Lola con amargura—. Como si yo fuera capaz de tal cosa. Él es mi único hijo.

Las dos se quedaron solas. Con sus niños. Pero siguieron adelante.

Mario, tras el instituto, se hizo conductor; Alicia se marchó a la ciudad para estudiar en la universidad. Él, poco después, cumplió el servicio militar. Ella volvió para despedirlo. Pasaron tres días sin separarse.

Y entonces comenzó la distancia. Al principio, Alicia visitaba el pueblo cada semana, llevando regalos y noticias. Iba a ver a Lola, le contaba lo que Mario escribía, cómo le iba en la mili. Pero luego… cada vez menos. En marzo dejó de aparecer por completo.

—¿Qué pasa con tu Alicia? Ya no se la ve —preguntaba Lola a Juana.

—Está ocupada. Los estudios. Los exámenes.

Pero Lola sabía que algo no cuadraba. Su amiga se había vuelto distante, con la mirada apagada. Y entonces, de pronto, Juana se fue a la ciudad, «a verla».

Volvió más callada aún.

—Cuéntame —le exigió Lola esa misma tarde—. ¿Qué pasa?

Juana suspiró.

—Bueno… Alicia se ha casado. Y espera un hijo.

El mundo se le vino encima a Lola. Salió corriendo de casa como si la persiguieran. Esa misma noche escribió a Mario, todavía en el ejército. Lo demás fue dolor, silencio, frío.

Al terminar el servicio, Mario no volvió. Se fue al norte con un compañero. Trabajó en una plataforma petrolífera, matándose a trabajar. Solo así podía olvidar. En tres años, apenas visitó a su madre una vez. Y Alicia, por su parte, desapareció. Ni con su marido ni con su hijo pisó el pueblo.

Hasta que… una mañana, la cartera le llevó noticias a Lola.

—Juana está enferma. Quiere verte. Dice que es urgente.

—No nos hablamos —replicó Lola.

—Pero ella insiste.

Y Lola fue. Entró y encontró a Juana en el sofá, bajo una manta, pastillas y un vaso de agua al lado.

—¿Qué te pasa?

—Demasiado tiempo callando, supongo.

Se miraron en silencio. Hasta que Juana tomó la mano de su amiga y murmuró:

—Perdóname, Lola. Tengo que contarte algo…

Y se lo contó. Todo.

Una hora después, Lola salió disparada de allí, agarró el teléfono:

—Mario, ven. Ahora. Necesito verte.

Llegó dos días después. Y se sorprendió: su madre, activa, riendo, preparando comida.

—Mamá, ¿seguro que estás mal?

—Todo está bien, hijo. Es que… solo quería verte.

—Voy al río, ¿vale? Lo echo de menos.

Se quedó allí, observando el agua, como si en ella pudiera ver a Alicia. Su risa, sus ojos… El dolor le arañaba por dentro.

—Hola, Mario —oyó a sus espaldas.

Se dio la vuelta. Era ella. Alicia. Y junto a ella, un niño. De tres años, rizado, con sus mismos ojos.

—Esto… —balbuceó.

—Es tu hijo —dijo ella con calma—. Oye, Daniel… este es tu papá.

—¿Pero… cómo?

—Nunca hubo ningún marido. Todo fue mentira. Mi madre no quería que deshonrara a la familia. Me prohibió venir. Y la tuya… te dijo que te habías casado.

—¿Yo? Jamás. No he estado con nadie.

—Tampoco yo lo creí. Hasta que mi madre enfermó. Dejó de comer, de hablar. Y luego… lloró. Lo confesó todo. Quería que supieras la verdad.

Mario calló. Luego, lentamente, se arrodilló y abrazó al niño. Las lágrimas le rodaban por la cara.

—Perdóname… Por todo. Creí que te había perdido para siempre.

—Pues aquí estoy. Y Daniel también. Te hemos esperado, Mario. Todos estos años.

—Lléname el alma de amor, Alicia… Por favor…

—Ya lo estoy haciendo —susurró ella, acercándose—. Vamos a vivir. Juntos.

Y caminaron, junto al río, hacia la casa donde los esperaban dos mujeres que también tenían algo más fuerte que el rencor. Esperaban palabras, reconciliación y el inicio de una nueva familia. Con una felicidad tardía, pero verdadera.

*A veces, el orgullo nos hace perder lo que más queremos, pero el amor siempre encuentra el camino de vuelta.*

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Llenaré tu alma de amor.