En un pequeño pueblo rodeado de espesos bosques de pinos y campos grises, donde el viento arrastraba hojas secas por las calles, la vida transcurría lentamente, como un río en la llanura. Cerca del final de la jornada laboral, el teléfono de Javier sonó. La tonadilla elegida por su novia Valeria rompió el silencio. Contestó y escuchó su voz:
—Javier, estoy en la peluquería. Ven a buscarme, ya sabes dónde.
—Vale, ahora voy— respondió él, cortante, antes de colgar.
Javier sabía que Valeria pasaba al menos dos horas en el salón, así que no se apresuró. Después del trabajo, aparcó el coche frente al local y, para matar el tiempo, entró en un café cercano.
—Ya llamará cuando termine— pensó, sentándose en una mesa. El camarero tomó su pedido al instante.
Javier comió, hojeó las noticias, vio un par de vídeos, pero Valeria no llamaba. «¿Cuánto habrá gastado hoy?», cruzó por su mente. Aunque no era ella quien pagaba, sino su padre, un empresario influyente cuyo dinero fluía sin medida. Valeria jamás ahorraba.
Llevaban siete meses juntos, a veces compartiendo su humilde piso de dos habitaciones. Pero cuando a Valeria le cansaba aquella «pequeñez», volvía a la lujosa mansión de sus padres en las afueras. Hija única, jamás le faltó de nada. Valeria lo había presentado a sus padres, pero su madre, Inés, lo miraba con desdén. Un simple programador, 27 años… ¿qué podía ofrecer? Valeria, al parecer, había convencido a su madre de no entrometerse, pero el distanciamiento era evidente. Javier se sentía fuera de lugar en aquella casa.
Él mismo empezaba a entender que Valeria no era la mujer con la que soñaba. Pero la idea del matrimonio lo atormentaba, sobre todo tras las palabras de su padre: «Si haces feliz a mi hija, te haré rico. Si la entristeces, te arrepentirás». La advertencia era clara.
Valeria era caprichosa, pero deslumbrante. Javier no entendía por qué necesitaba tantas horas en el salón—ya era perfecta. Inteligente, con sentido del humor, pero arrogante y malcriada por el dinero de su padre. Días antes había anunciado:
—Javier, en diez días volamos a las Maldivas. Mi padre lo paga todo. Estoy agotada, necesito descansar.
—¿De qué estás agotada si no trabajas?— replicó él, sorprendido.
—Mi padre arreglará lo de tu trabajo, no te preocupes.
Sus palabras lo irritaban. La relación se volvía más complicada. Javier sentía que eran de mundos distintos, pero aún planeaba casarse. Reflexionando con el café, de pronto escuchó una voz:
—¿Javier? ¿Eres tú?— Un chico frente a él sonreía como a un viejo amigo.
—¿Raúl?— Javier se levantó de un salto al reconocer a su compañero de infancia. —¡No puedo creerlo! ¿Cuánto ha pasado, doce años?
—¡Vaya hombretón te has hecho!— Raúl le dio una palmada en el hombro. —Te ves muy formal.
—Y tú ya no eres un chiquillo— rió Javier. —¿Qué haces aquí?
—Espero a mi hermana, Lucía. Estudia en el conservatorio, último año. Hoy tiene un concierto, pero yo no soporto la clásica, así que entré aquí— explicó Raúl.
—¿Lucía? ¿Cómo está?— se animó Javier.
—¡Un talentazo! Una chica de pueblo, pero entró en el conservatorio por mérito propio— dijo Raúl con orgullo.
—¡Quiero verla!— exclamó Javier.
—En media hora la llamo y vamos a recogerla. Si estás libre, acompáñanos. ¿Vienes solo?
—Espero a Valeria, mi prometida. Está en la peluquería, pronto saldrá.
—Perfecto, Lucía y yo pasaremos— Raúl se marchó prometiendo volver.
Javier se sumergió en recuerdos. Veranos en el pueblo de su abuela, donde vivían Raúl y Lucía. Su patio con manzanos, el lago, el río. Pescar juntos, asar la captura en una hoguera, cantar con la guitarra. Lucía, una chiquilla delgada con trenzas oscuras, fue su primer amor. «¿Cómo será ahora?», se preguntó, sin notar la sonrisa en su rostro.
—Sonreírle al vacío es de tontos— irrumpió la voz de Valeria.
—Por fin— Javier la observó, intentando notar qué había cambiado tras tres horas en el salón.
—¿Qué tal estoy?— preguntó ella, coqueta.
—Bien— respondió él.
—¿Bien?— se indignó Valeria. —¿Sabes cuánto cuesta esta manicura y el trabajo de la esteticista? Estoy irresistible, ¿verdad?
—Como siempre— asintió Javier para evitar discusiones.
—Vamos a mi casa. Hay invitados— declaró ella.
—No puedo, quedé con unos amigos de la infancia. Ahora mismo vendrán.
Valeria frunció el ceño, lista para montar una escena, pero Raúl y Lucía entraron al café. Ella corrió hacia Javier y lo abrazó:
—¡Javier, cuánto tiempo! ¡Qué hombre te has hecho!
Él se quedó paralizado, impactado por su belleza—natural, fresca, con cálidos ojos marrones. No quería soltarla, pero Valeria dijo con frialdad:
—Hola.
—Esta es Valeria, mi prometida— se apresuró Javier. —Ellos son Raúl y Lucía.
—Hola, preciosa— sonrió Raúl.
Hablaron del pasado mientras Valeria guardaba silencio, ignorándolos. Javier recordaba veranos, manzanos, el lago.
—Mejor en las Maldivas bajo una sombrilla— interrumpió Valeria. —Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco.
—¿Hay peces allí?— bromeó Raúl.
—En los restaurantes donde como pescado fresco— replicó ella.
La conversación decayó. Lucía propuso:
—Javier, ven al pueblo cuando quieras.
—Sin falta— respondió él, mirando a Valeria. —Este fin de semana iré.
Valeria anunció:
—Bien, iré contigo a ese agujero.
—Mejor no— frunció Javier. —Hay mosquitos, bosque, lago. Te aburrirás.
—Llevaré agua mineral. Allí no hay agua decente— refunfuñó.
—Y un baño portátil con microondas— ironizó él.
En el pueblo, los recibieron con afecto. Una mesa bajo un manzano, carne a la brasa. Javier se sintió vivo, como en su niñez. Valeria se quejaba:
—Javier, la hierba pincha. La carne huele raro. ¡Me ha picado un mosquito! ¡El sol me da en los ojos!
—Basta, Valeria— estalló él. —Disfruta de la naturaleza o vete adentro.
—Ahí hace calor— rezongó, pero se refugió de los mosquitos.
Junto al lago, con una caña de pescar, Javier preguntó:
—Lucía, ¿tienes novio?
—No, terminamos hace tiempo. ¿Por qué lo preguntas?— sonrió ella.
—Eres tan… bonita, sencilla— le salió decir.
—Y talentosa— añadió Raúl. —También teje y hace empanadas.
—Sí, y tu prometida solo sabe endulzar oídos— rió Lucía.
—Cierto— coincidió Javier, sorprendiéndose a sí mismo. —De ella no verás empanadas, solo restaurantes.
—No te preocupes, aprenderás— animó Raúl.
Javier calló, pensJavier apretó el móvil con decisión, sintiendo por primera vez que el camino correcto no llevaba a mansiones ni maletas de viaje, sino a un pueblo con manzanos y risas bajo el sol.