El Corazón Robado
El invierno aquel año en Castilla había sido implacable: los cuarenta grados bajo cero helaban todo a su alrededor, y por la noche el mercurio seguía cayendo, como si la naturaleza misma pusiera a prueba la fortaleza de los hombres.
—Juan, abrígate bien, ponte el jersey que te hice, el de lana— le dijo Catalina al despedir a su marido, que partía al trabajo.
A pesar del frío, las tareas en la granja no esperaban. Las vacas, hambrientas e impacientes, reclamaban su cuidado. Juan, ya entrado en años y a las puertas de la jubilación, se preparaba como cada mañana. Catalina se quedó en casa, esperando a su hija y al nieto, pero esta llamó desde la ciudad:
—Mamá, con estos fríos no nos arriesgaremos a viajar. Iremos el fin de semana que viene.
—Haces bien, hija. ¿Y si el autobús se estropea con este tiempo? Cuídate, y al niño también— respondió Catalina, disimulando su preocupación.
Al colgar, se quedó quieta, sumergida en recuerdos. Ante sus ojos apareció aquel invierno, casi cincuenta años atrás, cuando ella, una joven Catalina, y su amiga Lucía partieron hacia una aldea remota donde vivía la abuela de Lucía. También entonces el frío cortaba como cuchillo, pero la juventud es temeraria.
—Cati, ven conmigo a ver a la abuela— insistía Lucía—. Son vacaciones de invierno, estaré sola, y así conocerás mi pueblo. Eso sí, luego hay que caminar un trecho hasta la aldea, pero no será nada.
Ambas tenían dieciséis años. Catalina, tras convencer a su madre, se preparó para el viaje. Bien abrigadas y llenas de ánimo, el frío no les importaba. El autobús las dejó en una villa más grande, pero el conductor no quiso continuar:
—¡Hasta aquí! El camino está nevado, ni un tractor ha podido pasar. No sigo, ¡me quedaré atascado!— gruñó, ignorando las protestas de los pasajeros.
Catalina y Lucía bajaron como los demás.
—Faltan unos doce kilómetros hasta la aldea— suspiró Lucía—. No podemos ir a pie con este tiempo. Vamos a casa de tía Pilar, la hermana de mi madre. Pasamos la noche allí y mañana decidimos. Mi madre me lo sugirió, por si acaso.
Así lo hicieron. Tía Pilar les dio un caldo caliente, té con miel y las acomodó en una habitación pequeña. Por la mañana, un vecino, el tío Rafael, accedió a llevarlas a la aldea en su carro. Tía Pilar ya había hablado con él la noche anterior:
—Rafael, lléveme a estas muchachas, tienen que llegar a casa de su abuela.
—¿Cómo no?— respondió él con bondad—. Las llevaré en un santiamén.
Catalina y Lucía subieron al carro.
—Vamos, niñas, cubríos bien con la manta, que no os congeléis— les advirtió Rafael, ajustando la pesada manta antes de arrancar.
El carro avanzó sobre el camino nevado. Tras de la villa, se extendía un pinar, y más allá, la estepa infinita cubierta de blanco. El trayecto era irregular, con tramos de nieve profunda, pero el caballo avanzaba seguro.
—Tío Rafael, ¿cuántos años tiene usted?— preguntó Lucía, para romper el silencio.
—Setenta y cinco cumplidos— sonrió—. Pero aún estoy fuerte. En verano cuido de las ovejas, soy pastor. ¡Nuestra estepa es una maravilla en esa época! Todo florece, todo huele bien. Venid en verano, y lo veréis.
**El narrador con alma**
El tío Rafael era querido en la comarca. Bondadoso y franco, contaba historias que hacían olvidar el frío y la largedad del camino. Mientras viajaban, hablaban de trivialidades, pero de pronto Rafael, entrecerrando los ojos, dijo:
—Por este mismo camino, niñas, traje a mi Ana. Hace mucho, unos cincuenta años. Se podría decir que la robé…
—¿Cómo que la robó?— exclamó Lucía—. ¡Cuéntenos, tío Rafael!
—¿La abuela Ana, la que nos despidió?— añadió Catalina.
—Ella, mi Anita— asintió él, y sus ojos brillaron—. Entonces era una jovencita, como vosotras.
Catalina y Lucía callaron, temiendo perderse una palabra.
—Fue hace mucho— comenzó Rafael—. Vine a esta aldea, como hoy, pero entonces mi padre me envió a resolver unos asuntos con mi tío, el tío Mateo. Yo tenía veinticinco años, soltero, buscando esposa. Pero no cualquiera, sino una que me encendiera el corazón. En mi pueblo no encontré a nadie.
Llegó Rafael a casa del tío Mateo. Este tenía un hijo, Cosme, de su misma edad.
—¡Hola, Rafaelito!— lo recibió Cosme—. Mi padre está en el establo, volverá pronto. Esta noche iremos a la verbena, ¡tenemos chicas estupidas!
En la verbena, la música sonaba fuerte. Las chicas bailaban, invitando a Rafael a unirse, pero él, tras dar unas vueltas, la vio a ella: la que acababa de entrar. Baja de estatura, con una larga trenza rubia, botas blancas y un manto bien puesto, se quitaba el pañuelo y sus mejillas ardían por el frío.
—Cosme, ¿quién es esa?— preguntó Rafael sin apartar los ojos.
—Ana, hija del tío Gregorio, el vecino. Buena muchacha, pero su padre es un salvaje. Nadie se mete con él— respondió Cosme.
Rafael no tardó en acercarse a Ana. Bailaron toda la noche, rieron, hablaron. Ana resultó ser alegre y sincera. Luego, Cosme y él la acompañaron a casa. Cosme se marchó, dejándolos a solas en el portal.
Desde aquella noche, Rafael volvió una y otra vez a la aldea. Ana le agitaba la sangre, no le dejaba en paz. Pero un día, al mencionar el matrimonio, la vio llorar:
—Mi padre no me dejará irme a otro pueblo. Dice que es muy joven, y que ya tengo prometido aquí. Me ha prohibido verte.
—No, Ana, tú eres mía— dijo Rafael con firmeza—. Espera, volveré por ti.
**Persecución en la noche**
Rafael hizo una pausa, mirando la estepa nevada como si reviviera aquellos días. Lucía, impaciente, lo animó:
—Siga, tío Rafael, ¿qué pasó después?
—El rechazo— suspiró él—. El padre de Ana, Gregorio, me echó. Dijo que su hija no iría a ninguna parte, que se casaría aquí. Pero yo sabía que Ana me amaba. Sin ella, no tenía vida.
Rafael volvió con Cosme y le pidió que le dijera a Ana: en tres días volvería a buscarla. En la noche acordada, esperó fuera de la aldea. Ana salió de casa con un hatillo, saltó al carro y tembló de miedo.
—Tengo miedo, mi padre nos alcanzará— susurró.
Rafael espoleó al caballo, pero tras ellos se oyeron pisadas. La persecución. Podría haber huido, llevarse a Ana y casarse. Pero le avergonzaba escapar del futuro suegro.
—Ana, no te dejaré con nadie— dijo, deteniendo el carro—. No es de hombres huir de tu padre.
Gregorio, furioso, se acercó. Le azotó con el látigo, pero Rafael no se inmutó, mirándolo a los ojos. Gregorio lo agarró del pecho, gritando:
—¡Si te acercas a mi hija otra vez, te mato!
—Tío Gregorio, má—Máteme si quiere, pero yo amo a Ana, y sin ella no podré vivir— respondió Rafael con firmeza, mientras el viento helado silbaba entre los árboles.