En un callejón olvidado del casco antiguo de Madrid, donde las paredes de los edificios guardan las huellas del tiempo como arrugas en el rostro de un anciano, apareció un letrero extraño. Surgió de la nada, como un fantasma del pasado entretejido en la monotonía cotidiana. «EL RINCÓN MISTERIOSO DEL REGRESO. Aceptamos lo perdido. Condiciones individuales». Las letras, desvaídas como quemadas por siglos de sol, parecían un eco de otro mundo. Sobre el vidrio opaco y polvoriento, se veían como un susurro de un sueño olvidado que aún inquieta el corazón.
Javier caminaba por esa calle cientos de veces. Antes había una acogedora tienda de antigüedades, luego un bar de mala muerte con café barato y, al final, solo quedó el abandono. La fachada descascarada, los cristales cubiertos de una capa gris y los viejos letreros ahogados en polvo. Javier ya ni miraba esa parte de la ciudad, igual que uno deja de notar un dolor que se vuelve costumbre. Pero ese día, el letrero le clavó la mirada como una aguja en una herida antigua que intentó olvidar.
Se detuvo. En el reflejo del cristal sucio se vio: ojos cansados, cabellos con canas y una chaqueta gastada. Su rostro era un mapa de pérdidas—arrugas como caminos hacia recuerdos que preferiría borrar. Ojos sin fe en milagros. Un hombre que perdió demasiado para creer en letreros misteriosos. Amor, confianza, su hija… todo se había esfumado como humo. Hasta los recuerdos perdían su calor, su olor, volviéndose planos como fotos descoloridas.
Empujó la puerta. Se abrió con un crujido leve, como si lo esperara. Dentro olía a libros viejos y peras maduras—un aroma de infancia escondido en la memoria. Tras el mostrador había una mujer—alta, con el pelo recogido en un moño y una mirada que penetraba más allá de la piel. No miraba a Javier, sino algo dentro de él, como si viera las sombras de quienes había perdido.
—¿Qué se puede recuperar?—preguntó él, y su voz tembló como si hablara otro, alguien olvidado.
—Todo lo perdido—respondió ella con calma—. Pero el precio siempre es personal.
Quiso reírse, restarle importancia a ese juego extraño, pero algo se apretó dentro de su pecho.
—Quiero recuperar ese día—dijo en voz baja—. La última conversación con mi hija.
Su rostro permaneció impasible, como si esas peticiones fueran cosa de todos los días.
—Cuénteme de él.
Javier se dejó caer en una silla. El movimiento fue pesado, como si llevara al hombro el peso de todos sus errores.
—Discutimos. Por una tontería, como siempre. Ella quería irse a estudiar al extranjero, y yo… le dije que nos abandonaba, que traicionaba a la familia. Grité que era egoísta, que no pensaba en su madre, en mí. Ella calló, y al final soltó: «Nunca has intentado entenderme». Golpeé la puerta. Ella se fue. Una semana después… ya no estaba. Un accidente. Desde entonces, vivo sin respirar. Pienso siempre: si la hubiera escuchado, abrazado, dicho que estaba orgulloso… Quizá se habría quedado. Quizá todo sería distinto.
La mujer asintió, como si conociera esa historia de sobra.
—El precio: olvidará todos los demás momentos con ella. Todos. Su risa, sus primeros pasos, las charlas de la mañana, los viajes al mar. Solo quedará ese día—reescrito como usted quiera. Pero lo demás desaparecerá como si nunca existió. No quedará el calor de su sonrisa, ni el sonido de su voz. Solo una conversación.
Javier se quedó inmóvil. Sus manos temblaban, aferrándose al borde del mostrador.
—Es como… cortar un pedazo del alma. No del cuerpo, sino del tiempo. De mi vida.
—Exacto—asintió ella—. Pero obtendrá lo que pide. Palabra por palabra. Todo como pudo ser.
Calló. Mucho tiempo. Sus labios se movían como si repasara escenas pasadas: su risa de niña, el olor de su perfume, las disputas en la cena. Luego se levantó, torpe, como si se alzara tras una caída.
—Gracias. Necesito pensarlo.
Ella no lo detuvo. Solo dijo, mirando al vacío:
—Estamos abiertos hasta medianoche. Luego, cerramos. Para siempre. Y no volveremos, por mucho que lo pida.
Todo el día, Javier vagó por Madrid como un fantasma. Cada sonido, cada aroma le traía un pedazo del pasado. Una canción en una cafetería le recordó las noches con su esposa. El olor a pan recién hecho, los pasteles de su madre. Hasta la voz de un músico callejero resonó como un eco perdido. Captaba fragmentos de conversaciones ajenas, y en cada palabra creía reconocer algo que alguna vez supo y perdió.
Regresó al local media hora antes de la medianoche. La puerta seguía abierta, como si lo esperara.
—He cambiado de opinión—dijo en el umbral—. Quiero otro regreso.
La mujer alzó una ceja, y en su mirada asomó la sorpresa.
—¿Cuál?
—Quiero recuperarme a mí mismo. Al que era antes del dolor, del vacío, de sentir que cada paso es una batalla. Quiero saber otra vez cómo es vivir sin temer cada nuevo día.
Ella calló demasiado tiempo. Luego se acercó, sus pasos lentos como si sopesara no solo sus palabras, sino su destino.
—Es el precio más alto—dijo, mirándolo a los ojos—. Perderá todas las razones por las que esto le importaba. Todo lo que le hace ser usted desaparecerá. Será ligero, pero vacío. Sin dolor, pero sin sentido. Como una hoja llevada por el viento.
—¿Y el dolor se irá?—preguntó él, con la voz quebrada.
—Sí. Y también todo lo que amó. Todo lo que le ata aquí se disolverá. Será… nadie.
Javier se sentó. Apoyó las manos en las rodillas. Cerró los ojos. Dentro de él rugía una tempestad—recuerdos, culpa, amor, miedo.
Luego abrió los ojos y susurró:
—Me niego. Quiero quedarme con este dolor. Es todo lo que me queda de ella. Me destroza, pero está vivo. No quiero vacío.
La mujer sonrió—por primera vez, cálida, como una despedida.
—Entonces no necesita el regreso. Ya encontró lo que buscaba.
Javier salió a la calle. El letrero había desaparecido. Donde estaba la puerta, solo quedaba una pared, como si el local nunca existió. Ni olor a peras, ni crujidos. Solo él, la noche madrileña y el viento frío rozando su cara.
Pero algo dentro había cambiado. No obtuvo lo que buscaba. Pero halló lo que necesitaba. Y por primera vez en años, no se arrepintió de su elección.