El futuro aún nos espera: el tiempo que regresa

En una fría tarde de noviembre en el pueblo de Río Seco, impregnado del olor a humedad y hojas caídas, Carlos se detuvo frente al escaparate de una antigua tienda de antigüedades. Un reloj, pequeño y delicado, con esferas desgastadas y manecillas finas, parecía susurrarle al pasado. Le recordó a sus abuelos, a aquellos días en los que, siendo aún un niño, observaba fascinado el movimiento de los engranajes bajo su lupa. Carlos observó cómo las manecillas avanzaban lentamente y, de pronto, comprendió: no quería apresurarse. No ahora. No hacia donde le esperaba el final de dieciocho años de vida. Por dentro, ya todo estaba decidido, pero afuera solo había lluvia gris, charcos sucios y un frío que le hacía doler el corazón.

Carlos entró en la sala del juzgado con quince minutos de retraso. Su casi exesposa, Lucía, estaba sentada junto a la ventana, con las manos posadas sobre una carpeta de documentos. Su rostro era sereno, pero los dedos, que jugueteaban con el borde de un papel, delataban su tensión. No lo miró, no se enfadó; simplemente esperaba, como si aquello no fuera el final de su historia, sino una simple reunión de negocios. Carlos recordó cuando montaban muebles juntos en su primer piso: discutían, reían, bebían té directamente en el suelo. Ese recuerdo le pinchó como un cristal roto, y lo tragó sin encontrar palabras.

La jueza fue rápida, como el viento que golpeaba la ventana. Las preguntas, las firmas, los sellos; todo duró menos de diez minutos. Como si sus años juntos—vacaciones, peleas, noches bajo una manta vieja—pudieran comprimirse en un puñado de trámites.

A la salida, Lucía le dijo:

—No olvides firmar los papeles ante notario. Hoy.

Carlos asintió. Quiso decir «perdón», pero no supo por qué. Quiso decir «gracias», pero no encontró motivo. En su lugar, solo acertó a murmurar:

—Estás… guapa.

Ella lo miró como a un desconocido y se fue. Sus pasos se perdieron en el ruido de la lluvia, mientras el leve aroma de su colonia quedó suspendido en el aire, como un fantasma de su pasado.

Carlos se quedó inmóvil en el pasillo vacío del juzgado. Alguna puerta se cerró de golpe, alguien tosió, alguien hablaba por teléfono. Y él pensó: «¿Es esto el final? ¿O el principio?».

En lugar de ir a casa, se dirigió al taller de su abuelo, en un rincón antiguo de Río Seco donde el tiempo parecía haberse detenido. La pequeña habitación, de techo bajo, olía a aceite y polvo. Las estanterías estaban repletas de botes con tornillos, cajas con muelles y un cartel viejo sobre relojería. La llave del taller seguía guardada en su cartera, en el bolsillo más gastado. Carlos abrió la puerta, encendió la luz. La bombilla parpadeó, pero finalmente iluminó todo con su habitual tono amarillo, el mismo que le cansaba los ojos de pequeño.

El reloj de la pared marcaba el ritmo de su vida. Carlos se sentó frente a la mesa vieja, pasó los dedos por su superficie áspera, sintiendo cada muesca, cada arañazo. Sus manos temblaban—no de miedo, sino de una repentina certeza: en ellas había vuelto a haber un propósito. Sacó del cajón un reloj antiguo que no había reparado años atrás. Lo desmontó, extendió las piezas sobre un trapo, respiró hondo. Lo volvió a armar. Le dio cuerda. Tic. Otro tic. Y de pronto, el tiempo le susurró, como diciendo: «Todavía estoy aquí».

Al día siguiente, volvió. Y otra vez más. Tres semanas después, cambió el viejo letrero por uno nuevo: «Taller abierto». El cartel colgaba torcido, pegado con cinta adhesiva, pero se mantenía firme, como si supiera que ese era su lugar.

La gente empezó a acudir. Mujeres mayores llevaban relojes antiguos con una frágil esperanza en la mirada. Hombres con mecanismos caros venían desconcertados, como si el reloj roto hubiera perturbado su mundo. Jóvenes proponían ideas inesperadas: «¿Se puede hacer que la esfera brille?». Carlos asentía, tomaba aquellos tesoros entre sus manos y los reparaba. En silencio. Escuchando. A veces, la gente no hablaba de relojes, sino de sus penas—de divorcios, de pérdidas, de lo que se había roto por dentro. Y él ajustaba un tornillo, y el mecanismo volvía a latir.

Una tarde, llegó una chica—frágil, de pelo castaño y una sonrisa tímida. Se llamaba Almudena. Traía un reloj de su padre, con la carcasa arañada y las manecillas inmóviles. Lo miró con duda, como si temiera que ya no tuviera arreglo.

—¿Podrá hacerlo?—preguntó en voz baja.

Él asintió. Trabajó despacio, haciendo pausas, como si escuchara no solo el mecanismo, sino también su dolor silencioso.

Un mes después, Almudena regresó. Sin el reloj, pero con una bolsa que contenía té caliente y un pastel casero. Volvió otra vez, sin motivo. Un día, mientras revisaban juntos una caja de piezas, ella dijo de repente:

—No solo arreglas relojes. Reconstruyes a las personas. Poco a poco. Sin que se note.

Carlos sonrió—por primera vez no por cortesía, sino porque no podía evitarlo. Su corazón, helado desde aquel día gris en el juzgado, empezó a descongelarse.

Un año más tarde, aquel mismo reloj que reparó para Almudena marcaba el tiempo en su piso compartido. A su lado había libros, un jarrón con margaritas secas y una foto de ellos paseando junto al río. Carlos seguía llegando tarde—al mercado por verduras, al tren, a las reuniones, a esta vida nueva que ahora parecía cálida y llena de vida.

Cuando Almudena preguntaba: «¿Dónde estabas?», él respondía:

—Donde el tiempo cobra vida. Donde no se pierde, sino que se encuentra.

Y eso era suficiente. Porque el tiempo ya no solo latía en los relojes. Avanzaba junto a ellos, en sus pasos, en sus risas, en el camino que compartían.

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El futuro aún nos espera: el tiempo que regresa