En una tarde fría y lluviosa en el pueblecito de Pinar del Río, donde las farolas proyectaban destellos tenues sobre el asfalto mojado, Alejandro estaba sentado en el silencio de su piso, apretando el móvil. La grabación que le había enviado su esposa resonaba en su cabeza como un eco de una vida destrozada:
“Alejandro, por favor, guarda esto para los niños. Diles que los quiero. Que siempre los querré.
Mis tesoros, mi amor…
Duele tanto, es un peso insoportable. Me siento la mujer más sola del mundo. Nadie sabe lo que pasa en mi alma, solo yo. Nadie ve el miedo y el vacío dentro de mí. Mi corazón se rompe, pero lo oculto para que vosotros, mis amores, no veáis mi desesperación.
Cada mañana despierto con el alma encogida, y cada noche me duermo con más pena. Pienso en cómo recuperar la alegría, en volver a ser quien fui. Pero cada día trae nuevas pruebas, y no veo salida de este laberinto.
¿Por qué te engaño, Alejandro? Esa pregunta me tortura cada noche. Busco respuestas en libros, en charlas, en rezos, pero nada ayuda. Me ahogo en dudas.
Mereces algo mejor, Alejandro. Siempre has sido un marido y padre maravilloso. Pero yo no puedo ser la esposa que quieres. Hay un vacío que ninguna palabra puede llenar.
Hijos míos, sois mi vida. Os quiero con todo mi corazón, pero ese amor no calma este dolor. Cada mirada vuestra me recuerda lo mala madre que soy. ¡Qué vergüenza siento!
A veces pienso que sería mejor irme. Que vuestro padre encuentre a alguien que lo ame como merece. Que crezcáis en una familia sin mentiras. Pero la idea de perderos me destroza.
¿Qué hacer? ¿Cómo escapar de este dolor? ¿Dónde buscar consuelo? Esas preguntas me persiguen. Haría lo que fuera por encontrar paz.
Ojalá me entendáis. Adiós.”
—
Aún ayer, Alejandro miraba por la ventana el pueblo dormido. Los faros se reflejaban en los charcos, creando la ilusión de otro mundo, más tranquilo. Pero dentro de su casa, el silencio estaba cargado de angustia.
Alejandro siempre había querido vivir con rectitud. Trabajo, familia, hogar: todo lo había construido como una fortaleza. Pero la vida seguía derribando sus planes. Tres años atrás, descubrió que su esposa, Lucía, le había sido infiel. Se sintió destrozado, pero por los niños —un hijo de ocho años y una niña de cuatro— decidió perdonar. Lucía juró que no volvería a pasar, y él quiso creerla. No por ingenuo, sino porque la familia era sagrada para él.
Pero ahora el dolor volvía como un viejo enemigo. La misma herida, el mismo golpe. Alejandro no sabía qué hacer. ¿Echarla? ¿Irse él? ¿Cómo explicarles a los niños que su madre ya no estaba? Había visto cómo los divorcios destrozaban a adultos, ¿qué sería de los pequeños, para quienes el mundo eran solo mamá y papá?
Sabía que no podía dejarse llevar por la ira. Debía pensar en el futuro, proteger a los niños. Decidió hablar con Lucía y la invitó a un pequeño restaurante en las afueras, donde años atrás habían reído y brindado sin preocupaciones. Allí, lejos del ruido cotidiano, esperaba encontrar respuestas.
—Lucía, no aguanto más. ¿Por qué lo has vuelto a hacer?
Ella bajó la mirada. Sabía que esta conversación era inevitable, pero las palabras le quemaban la garganta.
—Alejandro, no quería… A veces siento que ya no sé quién soy. La casa, los niños, el trabajo… es importante, pero yo… necesito entender qué soy fuera de todo esto.
—¿Qué quieres decir? Eres madre, esposa. ¿Qué ha cambiado?
—¡He cambiado yo! —su voz tembló—. Y tú no lo ves.
—Inténtalo otra vez —rogó él—. Por los niños. Haré lo que sea por hacerte feliz.
Acordaron empezar de nuevo. Esa noche volvieron a casa casi contentos. Los niños dormían, y ellos los miraban con ternura, sintiendo que por esos corazones pequeños valía la pena luchar. Alejandro se acostó con esperanza.
—
Pero por la mañana, la casa estaba vacía. Lucía se había ido. En el móvil encontró otra grabación: su voz, llena de dolor. Intentó llamarla, pero su número no existía. Se quedó en medio del salón, apretando el teléfono, sintiendo cómo el mundo se desmoronaba.
¿Qué hacer? ¿Cómo explicarles a los niños que su madre no volvería? ¿Cómo vivir con el corazón partido entre amor y traición? No tenía respuestas, pero sí una certeza: por su hijo y su hija, encontraría la fuerza. Incluso si eso significaba empezar de cero… sin ella.