¿El final esperado o el comienzo de algo nuevo?

Por fin… o tal vez todo apenas comienza

Al casarse, Lucía nunca imaginó que su futuro esposo, Adrián, llevaba años atrapado en un vicio que lo consumía. Se conocieron de manera apresurada, un torbellino de emociones que la arrastró, y él le propuso matrimonio a las pocas semanas. Lo hizo con el aliento cargado de alcohol, apoyado en el marco de la puerta:

—Lucita, ¿nos casamos? —musitó, con una sonrisa torpe.

—¿Has bebido? —protestó ella, más sorprendida que enfadada. Después de todo, quería casarse: todas sus amigas ya lucían anillos.

—Por la alegría, mujer —rió él—. ¡Esto es una celebración!

—Acepto, pero con una condición: solo bebes en ocasiones especiales —advirtió, seria.

—Pues hoy es una ocasión especial —bromeó él, evasivo.

Joven, ingenua y enamorada, Lucía no sabía que el padre de Adrián había sido alcohólico toda la vida. Y su hijo, desde hacía tiempo, compartía ese mismo camino. Su madre, Carmen, se quejaba en vano:

—Tú ya estás perdido, ¿y ahora arrastras a tu hijo?

—¡Que se haga hombre! —replicaba su marido, sirviéndole una copa al hijo durante la cena.

Tras la boda, se instalaron en un pequeño piso heredado de la abuela de Lucía. Al principio, todo era tolerable: Adrián trabajaba, llegaba a casa con regularidad, aunque casi siempre oliendo a alcohol. Siempre tenía una excusa:

—Hoy es el bautizo del hijo de Javier, ¿cómo no brindar? Cumpleaños de Álvaro, y yo no podía faltar… Y Roberto me invitó a su casa en el pueblo, ¿cómo le digo que no?

Luego nació su hijo, Pablo. Pero la paternidad no cambió a Adrián. Cada vez venía menos a casa, evitando acercarse al niño.

—¿Por qué no pasas tiempo con Pablo? —reprochaba Lucía, con la voz quebrada.

—Tú misma dices que no me acerque con este aliento —respondía él, quitándole importancia—. Así que mejor me alejo.

—¡Pues deja de beber! ¿Cuándo vas a parar? —Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Ocho años pasaron. El alcohol se volvió parte de Adrián. Perdió un trabajo tras otro. Lucía cargó con todo, aunque Carmen ayudaba: compraba ropa para su nieto y les prestaba dinero cuando podía.

—Lucía es un ángel —confesaba Carmen a su hermana—. Pero mi hijo… Está cada vez peor. Ya no lo reconozco.

Adrián se convirtió en una sombra: demacrado, sin dientes, sin ilusión. Nada quedaba del hombre que había sido.

—Déjalo —le decían todos: amigas, compañeras de trabajo, hasta los vecinos.

Pero Lucía le tenía lástima. Como a un perro abandonado. Hasta que comprendió que Pablo crecía, observaba, absorbía, y ya no quería estar en una casa que olía a desgracia.

Entonces le dijo a su suegra:

—Carmen, no puedo más. Voy a pedir el divorcio.

—¿Y si lo internamos? —rogó ella en voz baja—. Tal vez aún hay esperanza.

—¿Cuánto tiempo lleváis intentándolo? —respondió Lucía, con amargura—. Quiero que mi hijo sea diferente. Mejor que no vea a su padre.

Carmen suspiró, resignada:

—¿Y dónde irá él? Claro, a casa con nosotros. Dios sabe cómo acabará esto…

Pero había otra razón. Lucía sentía algo por un compañero de trabajo, Daniel. Llegó hace poco al departamento: elegante, de pelo claro, ojos azules intensos y una cortesía poco común. Divorciado, sin dramas, había venido a Madrid por su padre. Las mujeres de la oficina —unas discretas, otras descaradas— intentaron llamar su atención, pero Daniel mantenía distancia.

Cuando Lucía solicitó el divorcio, Adrián ni siquiera se sorprendió. Bolsas en la puerta, una breve conversación, y se fue. A casa de sus padres.

Dos semanas después, Daniel se acercó a ella al salir del trabajo:

—Lucía, ¿te apetece un café? Hablar un rato.

Ella asintió, ruborizándose. En la cafetería, entre risas y confesiones, él dejó escapar:

—Lo supe desde el principio. No eres solo una compañera. Eres mi destino.

Desde esa noche, todo cambió. Sí, hubo murmullos en la oficina, especialmente de Sonia:

—Vaya, nuestra tímida se llevó a Daniel… Y yo que tanto me esforcé…

Lucía se encogía de hombros. No necesitaba dar explicaciones.

Poco después, Daniel le pidió matrimonio. Un anillo sencillo, una mirada sincera, y su corazón latió con fuerza otra vez.

Un sábado, invitó a Carmen. La casa olía a pan recién horneado, el té humeaba en la mesa.

—Tengo noticias —dijo Lucía, nerviosa—. Voy a casarme. Con Daniel.

Carmen se quedó inmóvil. Luego… la abrazó llorando:

—Por fin… Hija mía, te mereces ser feliz. Te ayudo con los preparativos. ¡Será la boda más bonita!

Mientras hablaban del vestido, las flores y los invitados, Lucía sintió que no solo conservaba a su exsuegra, sino que había ganado una amiga. Y Carmen, una hija que no había dado a luz, pero que llevaba en el corazón.

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