**Cuando la llama del destino llama a la puerta**
30 de abril
El director de marketing, Álvaro, soltero y seguro de sí mismo, no pudo resistirse al ver a la nueva empleada: la vibrante y atrevida Lucía. Apenas entró en la oficina y él ya se acercó a ella sin disimular su interés.
—Buenos días, compañera—dijo con una sonrisa cálida, casi abrasadora, que hizo que Lucía lo mirara un instante más de lo normal.
—Buenos días—respondió ella con suavidad, pero con una chispa en la voz, mientras sus labios esbozaban una sonrisa tímida.
—Pues manos a la obra. Olga, nuestra mentora principal, te explicará todo—asintió Álvaro hacia una colega veterana—. Léete las instrucciones. Buena suerte, espero que trabajemos bien juntos.
Las compañeras, en su mayoría mujeres, lo siguieron con la mirada. Cuando Álvaro salió, Olga le susurró a Nerea, sentada a su lado:
—¿Desde cuándo nuestro Álvaro se desvive así por las recién llegadas?—Ambas intercambiaron una mirada y se rieron en voz baja.
Lucía permaneció al principio con cautela. Un equipo nuevo, caras desconocidas. No era tímida—a sus veintitrés años ya tenía varios romances turbulentos bajo el cinturón. Incluso en la universidad tuvo un lío con un profesor veinte años mayor, que cortó la relación cuando los rumores llegaron a su familia. Ella se encogió de hombros y siguió adelante, dejando tras de sí un reguero de corazones rotos.
Dos semanas después, Álvaro le propuso quedarse después del trabajo para tomar algo en una cafetería del paseo marítimo.
—¿Por qué no? Eres mi jefe, y hay que llevarse bien con los superiores—respondió con una sonrisa pícara, como si le lanzara un desafío.
Su tono era tan inocente que Álvaro dudó por un instante si bromeaba. Pero su corazón dio un vuelco de alegría. Tenía treinta y dos años y nunca había tenido una relación seria—todo se quedaba a mitad de camino. Con Lucía, sin embargo, todo ocurrió rápido: citas, pasión, enamoramiento. Y, en poco tiempo, toda la oficina ardía con la noticia: Álvaro y Lucía invitaban a sus colegas a la boda.
**Familia al límite**
Álvaro se desvivía por Lucía, cumpliendo cada uno de sus caprichos. Ella puso una condición:
—Nada de niños, Álvaro. Quiero vivir para mí. Cuando esté preparada, te lo diré. Pero, por ahora, nada de carritos ni noches en vela.
Él creía que el tiempo lo cambiaría todo. Esperaba que Lucía recapacitara, que entendiera que una familia sin hijos era solo media felicidad. Pero pasaban los meses, y ella seguía negándose:
—Álvaro, ya te lo dije desde el principio. No me des la lata. No estoy preparada.
Un día la encontró en el baño, pálida, con un test de embarazo temblando entre sus manos.
—Lucía, ¿estás… embarazada?—susurró él, casi sin atreverse a creerlo.
Ella asintió en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. Álvaro, eufórico, la levantó en brazos, pero ella rompió a llorar:
—¡No quiero tenerlo! ¡No quiero engordar, no quiero esta vida! ¡Haz algo!
Él la abrazó fuerte, besando sus mejillas empapadas.
—No llores, esto es un milagro. Te quiero tanto, Lucía. ¡Vamos a tener un bebé!
Pero ella fue inflexible. Pidió cita con el médico para interrumpir el embarazo. Álvaro, al enterarse, irrumpió en la clínica a tiempo. La sacó a rastras, entre gritos.
—Lucía, te lo suplico, no lo hagas. Deja que nuestro hijo viva. Estaré a tu lado, lo haré todo—su voz temblaba.
Ella aceptó, con una condición: pañales, biberones, noches en vela… nada de eso sería su problema. Durante el embarazo, Álvaro estuvo pendiente de cada deseo suyo. Cuando llegó el momento, la llevó al hospital. Solo al ver a su hija sana, pudo respirar aliviado.
**Una hija abandonada**
Feliz, volvió a casa a descansar. Pero al día siguiente, en el hospital, le esperaba un golpe:
—Su esposa no está. Se ha ido, ha dejado al bebé—dijo una enfermera, entregándole un papel doblado—. Aquí tiene una nota.
—¡No puede ser!—Álvaro se negaba a creerlo—. ¿Habéis buscado bien?
Pero Lucía había desaparecido. No contestaba las llamadas, cambió de número. Mes y medio después, llamó:
—Recoge mis cosas. Vendrá mi nuevo novio, Adrián, a por ellas. Tú inicia el divorcio, no volveré.
Ni una palabra sobre su hija. No la quería, igual que a Álvaro. Así que él se convirtió en padre y madre para la pequeña Carla. Su madre, que vivía en el barrio de al lado, ayudó con la niña.
**Sombras del pasado**
Ana agarró el teléfono al escuchar el timbre. Era la tutora de su hijo Mario, de segundo de primaria.
—Ana, ¡ven inmediatamente al colegio! ¡Tu hijo ha hecho algo imperdonable!—colgó sin dar más detalles.
Ana, con el corazón en un puño, salió corriendo del trabajo.
«¿Qué habrá hecho Mario? Es un niño tranquilo, obediente. Nunca da problemas», pensaba mientras aceleraba el paso.
Mario había nacido contra todo pronóstico. Su marido, Sergio, le había dicho antes de casarse: era estéril, tenía un informe médico. Era su tercer matrimonio.
—Quizá los médicos se equivocaron. A veces pasa—dijo Ana. Amaba a Sergio y estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, incluso la adopción, pero no lo mencionó.
El primer matrimonio de Sergio terminó en un año—su esposa le fue infiel. La segunda lo dejó al enterarse de su infertilidad, quería hijos. Con Ana fue honesto. Pero, para su sorpresa, ella quedó embarazada. Con lágrimas en los ojos, le mostró el informe: ocho semanas.
—Sergio, ¡mira, vamos a tener un bebé! ¡Te lo dije, los médicos se equivocaron!—saltó de alegría.
Pero él, en vez de alegrarse, le dio una bofetada.
—¿Felicidad? ¡Has engañado a tu marido con otro!—gritó, levantando la mano de nuevo.
Ana lloraba, protegiéndose la cara. Esa noche, él se calmó:
—Vale, que nazca el niño. Aunque no sea mío.
Ella calló, sin intentar convencerle. Nació Mario, idéntico a Sergio. Al principio, su marido se acercó al bebé, incluso jugaba con él. Pero los arrebatos de ira volvieron.
—¡Puta! ¿Ya le habrás avisado a tu amante? ¡Para qué me lo pusiste a mi nombre! ¡Que él pague la manutención!—chillaba.
Mario, al crecer, oía esos gritos y lloraba. Sergio le decía:
—¡Vete con tu padre, que él te mantenga!
Ana hizo una prueba de ADN, demostrando que Sergio era el padre. Pero él no la creyó:
—¿Has comprado a los médicos? ¡No me engañas!
Se fue con su hijo a casa de su madre. Sergio los encontró. Entonces alquiló un piso al otro lado de la ciudad, solicitó el divorcio. Pero él no cedió. Desesperada, se mudó a otra ciudad. Allí, por fin, empezó una vida nueva.
Al llegar al colegio, Ana vio a Mario junto a un hombre y a una niña, su compañera de clase. Reconoció a Carla: la mejor alumna, la orgulla del aula. Mario tenía un arañazo enLa niña miró a Mario con los ojos llenos de lágrimas, y él, conteniendo el llanto, extendió su mano para secarle una mejilla mojada.