Corazón robado

**El Corazón Robado**

Este invierno en Castilla ha sido implacable: los termómetros marcaban bajo cero, el viento cortaba como navaja, y las noches eran tan frías que hasta las piedras parecían temblar.

—Alejandro, abrígate bien. Ponte el jersey que te tejí, el de lana— dijo Catalina, despidiendo a su marido con un beso en la mejilla.

A pesar del frío, las vacas en la granja no esperaban. Alejandro, ya con canas y cerca de la jubilación, se encaminaba como siempre al trabajo. Catalina se quedó en casa, esperando a su hija y al nieto, pero recibió una llamada:

—Mamá, con este tiempo no nos arriesgamos. Iremos el fin de semana que viene.

—Haces bien, cariño. ¿Y si el autobús se estropea? Cuidaos— respondió, disimulando la preocupación.

Colgó y se quedó quieta, perdida en sus recuerdos. Volvió a esa noche, hace casi cincuenta años, cuando ella, una joven Catalina, y su amiga Clara partieron hacia el pueblo de la abuela de Clara. También entonces el frío era brutal, pero la juventud lo hacía llevadero.

—Cati, ¡ven conmigo a casa de la abuela!— insistió Clara—. Estaré sola, y así conoces mi pueblo. Eso sí, hay que caminar un poco desde la parada, pero no pasa nada.

Tenían dieciséis años. Catalina convenció a su madre y se preparó para el viaje. Ropa abrigada, espíritu aventurero—el frío no las asustaba. El autobús las dejó en el pueblo más grande, pero el conductor se negó a seguir:

—¡Hasta aquí! La carretera está bloqueada, ni el tractor pasa. No me arriesgo— gruñó, ignorando las quejas.

Catalina y Clara, como los demás, bajaron.

—Quedan unos doce kilómetros— suspiró Clara—. No podemos ir andando. Vamos a casa de tía Pilar, la hermana de mi madre. Mañana decidiremos.

Así lo hicieron. Tía Pilar las recibió con un cocido caliente y té con miel, y las acostó en una habitación pequeña. A la mañana siguiente, el vecino, tío Antonio, accedió a llevarlas en su carreta.

—Niñas, arropaos bien con la manta, que el viento no perdona— advirtió tío Antonio, ajustando las riendas.

La carreta avanzaba por el camino nevado. Tras el pueblo, se extendía un bosque de pinos, y más allá, la llanura blanca e infinita.

—Tío Antonio, ¿cuántos años tiene?— preguntó Clara para romper el silencio.

—Setenta y cinco— sonrió—. Pero aún estoy fuerte. En verano pastoreo ovejas. La tierra aquí es hermosa, llena de vida. Venid en verano y lo veréis.

**El narrador con alma**

Tío Antonio era querido en el pueblo. Amable, franco, contaba historias que hacían olvidar el frío. Mientras avanzaban, hablaron de trivialidades, hasta que él, con los ojos brillantes, dijo:

—Por este camino traje a mi Ana. Hace cincuenta años. Podría decirse que la robé.

—¿Cómo que la robó?— exclamó Clara—. ¡Cuéntelo, tío Antonio!

—La abuela Ana, ¿la que nos despidió?— preguntó Catalina.

—La misma— asintió él—. Entonces era una muchacha, como vosotras.

Catalina y Clara guardaron silencio, expectantes.

—Fui a ese pueblo a ver a mi tío Mateo— comenzó—. Tenía veinticinco años, soltero, buscando un amor verdadero. En mi pueblo no lo encontré.

En la plaza, bailes y música. Las chicas invitaban a Antonio a bailar, pero él vio a una joven entrar: baja, pelo castaño, mejillas rojas por el frío.

—¿Quién es?— preguntó a su primo Carlos.

—Ana, hija de Gregorio. Buena chica, pero su padre es un lobo— respondió.

Antonio no dudó. Bailaron toda la noche. Después, Carlos los dejó solos frente a su casa.

A partir de entonces, Antonio visitó el pueblo con frecuencia. Pero un día, Ana lloró:

—Mi padre no me dejará ir. Tiene un pretendiente para mí aquí.

—No, Ana. Eres mía— dijo él firmemente—. Espérame.

**La huida nocturna**

Antonio dejó un mensaje con Carlos: en tres noches, la esperaría fuera del pueblo.

Llegó el día. Ana salió sigilosamente, temblando de miedo.

—Tengo miedo— susurró.

Antonio azuzó al caballo, pero tras ellos se oyeron voces. Gregorio los alcanzó, furioso, blandiendo un látigo.

—¡Te mataré si te acercas a mi hija!

—Don Gregorio, nos amamos. No podemos vivir separados— dijo Antonio, sin flaquear.

Quizá fueron sus palabras, quizá el amor de su hija, pero Gregorio cedió.

—Tu madre está enferma de preocupación. Volved, y hablaremos.

Antonio confió. Gregorio, aunque duro, cumplió su palabra.

—Nos bendijeron— terminó Antonio, sonriendo—. Nos casamos, y aquí estamos, cincuenta años después.

—¡Qué historia!— susurró Catalina.

Años después, todavía la recordaba. Tío Antonio, su valentía, su amor inquebrantable. Entonces, joven, le parecía un anciano; ahora entendía que el amor verdadero no caduca.

**Lección:** El amor exige coraje, pero quien lo encuentra, jamás lo pierde.

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