Regalo de una hija: el rugido del silencio en la vejez

El regalo de la hija: el silencio que rugió en la vejez

Carmen López se afanaba en la cocina desde primera hora: cortaba ensaladas, preparaba la sopa, metía el pollo al horno con ajos y limpiaba el jarrón de cristal para las flores. Dos veces bajó al súper y volvió con una tarta y bolsas hasta arriba, tropezándose con su vecina en el portal.

—¿Qué pasa, Carmen, que te ha tocado la lotería o qué? —preguntó Remedios, su vieja amiga y eterna ocupante del banco de la entrada.

—¡Pues claro que es un día especial! ¡Viene mi Lolita, la niña de mis ojos! —respondió Carmen, con los ojos brillantes, mientras forcejeaba con las bolsas para subir las escaleras.

—Anda ya… —refunfuñó Remedios, sin moverse del banco—. Todo el día pendiente de esa mocosa, y la muy ingrata ni llama… ¡Qué asco!

Llevaba años diciéndole que Carmen mimaba demasiado a su hija, ya mayor. Lolita no daba señales de vida en semanas, pero su madre seguía asomándose a la ventana cada día.

—Carmen, en serio, te estás amargando la existencia. Hoy en día los viejos sobramos. Tendrías que haberle puesto límites hace mucho, en vez de andar con tartas y fiestas.

Pero para Carmen no era tan fácil. El corazón no tiene interruptor. Lolita era su razón para levantarse cada mañana, aunque sospechara que el cariño era cada vez menos recíproco.

Cuando por fin sonó el teléfono y Lolita soltó un seco “Voy esta tarde”, el corazón de Carmen latió como un tambor. Revoloteó por la casa, cambió las sábanas, añadió otro plato a la mesa… Y entonces, el timbre.

En la puerta estaba su hija: alta, delgada, fría, con gafas de sol y un perrito atado con una correa.

—Hola, mamá —dijo Lolita, sin rastro de sonrisa.

—¡Hola, cariño! Pasa, lávate las manos, que está todo listo.

Carmen corrió a la cocina, haciendo sonar los platos mientras servía la comida con nervios. Lolita la siguió en silencio, mirando alrededor con desdén.

—Siéntate, cariño: croquetas, ensaladilla, la tarta de chocolate que tanto te gusta…

—Mamá, solo vengo un momento. Me mudo a otra ciudad, quizá por años. El viaje es caro y pesado, así que no nos veremos en un lustro, mínimo. Ah, y esta es Lulú. Me la regaló mi ex, vete tú a saber por qué. No me apetece llevármela. Como estás sola… Que se quede contigo. Tiene año y medio. No te preocupes, no ladra.

Carmen se quedó helada. La tarta, las croquetas, las sábanas recién puestas… Todo perdió sentido de golpe. Miró a su hija, que ni siquiera se quitó las gafas.

—Vale… —logró decir.

—Gracias, mamá. Te quiero —murmuró Lolita, dejando un beso fugaz en su mejilla antes de soltar la correa y marcharse.

Minutos después, Carmen estaba en el pasillo con el perrito en brazos. Nunca le habían gustado los animales. Con su espalda dolorida, la pensión miserable y el cansancio crónico… ¿Qué iba a hacer ahora?

—Vamos, Lulú, a ver si Remedios te quiere…

Pero en cuanto la vecina abrió la puerta, soltó un grito:

—¿Te has vuelto loca, Carmen? ¡Como si no tuviera ya bastante con mis problemas! ¡El perro me arruinará el sofá y traerá pulgas!

—Pero si está limpia… Es de Lolita, que es más remilgada que nadie. Venga, Reme, tú que sabes del campo…

—¡Y tú que tienes cerebro! Te lo dije: no te arrastres por ella. ¿Y ahora? Te ha endosado un “regalito”. Llévalo a una perrera y asunto arreglado.

El perro no hacía ruido, solo la miraba con ojos oscuros. Había miedo, resignación… y un dolor conocido.

—Parece que las dos estamos igual —susurró Carmen—. Solas.

—Haz lo que quieras —gruñó Remedios—, pero sin mí.

Así empezaron días difíciles. Lulú necesitaba salir cinco veces al día. A Carmen le dolía todo, pero la perra parecía entender: no ladraba, no se quejaba. Con lluvia, esperaba en la puerta. Con calor, se tumbaba bajo la cama. Poco a poco, Carmen dejó de sentirse… tan sola.

Incluso cuando Remedios dejó de hablarle. Sí, se perdió una amistad, pero ganó un alma en casa.

Pasó un año. El último de Carmen. El corazón le falló. Los vecinos la encontraron en la cocina, y Lulú no se había movido de la puerta, sin comer, sin hacer ruido.

Una semana después, Lolita entró en el piso sin avisar.

—Qué asco, esto huele a perro… —dijo con repulsión. Lulú empezó a ladrar.

—¡Cállate! Tu dueña ya no está. Tendré que llevarte. Cuando venda el piso, no pienso cargar contigo.

En el cementerio, Lolita se acercó a la tumba fresca.

—Gracias por el piso y el dinero. Y por la perra, que te la dejo aquí.

Soltó la correa y se marchó.

Lulú olisqueó el montículo de tierra y se acurrucó junto a él. Aquello era su hogar ahora.

Dos días pasaron. La perra no se movió. No comió. No se levantó.

Al tercer día, apareció Remedios con un ramo de flores.

—Aquí estás, pequeña… —murmuró al verla—. Mira tú, Carmen… Te dejaste la vida por tu hija. Y al final… solo te quedó esta lealtad.

Se agachó, acariciando el pelaje enmarañado.

—Bueno. Vente conmigo. No puedo dejarte así. Si Carmen pudo contigo, yo también. Lo importante es ser humana.

Al tomarla en brazos, el sol asomó entre las nubes. Por primera vez en toda aquella larga semana.

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